martes, 8 de agosto de 2023

"Un espía entre amigos", la serie sobre la huida de Kim Philby a Moscú... sin Moscú

El pasado 13 de abril, la plataforma Movistar Plus estrenó en España la miniserie de seis episodios "Un espía entre amigos" ("An Spy Among Friends"), basada en el libro homónimo de Ben Macintyre sobre la relación de amistad entre el oficial del MI6 Nicholas Elliot y el agente doble Harold Adrian "Kim" Philby, este último al servicio del NKVD y del KGB durante casi treinta años. Philby ingresó en el SIS (organismo antecesor del MI6) en 1940 y fue el tercer hombre de los llamados cinco de Cambridge, junto a Guy Burgess, Donald Maclean, Anthony Blunt y John Cairncross.
 
Una vez desenmascarado su doble juego, en 1963 Nicholas Elliot viajó hasta Beirut para entrevistar y capturar a Kim Philby, aunque éste acabó huyendo a la Unión Soviética donde vivió exiliado hasta su fallecimiento en 1988. Nunca se ha llegado a aclarar si Elliot dejó escapar a Philby o si fue Philby quien engañó a su colega del MI6 dejándolo plantado en el Líbano. O si se le dejó ir para no comprometer, aún más, la ya de por sí mermada reputación de la inteligencia británica, incapaz de detectar a un topo que llegaría a ocupar cargos de vital importancia para la seguridad del bloque occidental en el MI5, el MI6, el Foreing Office y el Ministerio de la Guerra. En 1949 Philby había sido enviado a Washington para trabajar en la embajada como enlace entre el espionaje inglés y la CIA. Todos los secretos compartidos entre ambos países acabaron en los despachos de Moscú.


Esta coproducción entre Estados Unidos y Gran Bretaña, dirigida por Nick Murphy y protagonizada por Guy Pearce y Damian Lewis, ya advierte en sus títulos de crédito que es una dramatización televisiva basada hechos reales –el guionista es Alexander Cary, no el autor del libro– y que algunos de sus personajes son ficticios por motivos narrativos. Entre estos últimos se encuentra la interrogadora Lily Thomas –interpretada por la actriz británica Anna Maxwell Martin–, una agente del MI5 que nunca existió.
 
La serie tiene una excelente factura técnica y unas actuaciones de primerísimo nivel. El montaje, el diseño artístico y el vestuario son excepcionales, ambientan perfectamente el momento histórico en el que se produjeron los hechos y están hábilmente hilvanados a través del ritmo que marca el guión. Sin embargo, el tono es en algunos capítulos demasiado melodramático, lo cual hace que las interpretaciones pequen de una cierta sobreactuación. Si los espías no querían parecer que lo eran, no hablaban como si declamasen una obra de William Shakespeare. Esto es particularmente significativo en el caso de Damian Lewis/Nicholas Elliot el cual, a ratos, parece más un personaje de la saga James Bond que un profesional de los servicios secretos británicos. Un profesional que se vio obligado a justificar sus acciones frente a organismos gubernamentales enfrentados entre sí, con el riesgo que ello conllevaba de acabar siendo declarado un traidor o un incompetente –o, en el peor de los casos, ambas cosas–.
 
Otro problema que tiene esta serie es que se desarrolla en tres ejes temporales diferentes y entremezclados, muy próximos entre sí. Para espectadores que no conozcan bien la historia, la apariencia casi idéntica de los personajes a lo largo de los años, solo ligeramente envejecidos o rejuvenecidos mediante maquillaje, no ayuda a aclarar en qué momento de la narración se situa cada escena. Al eje temporal de Philby recien llegado a Moscú mientras a Elliot se le interroga en Londres, se le superpone el de la entrevista entre Elliot y Philby en Beirut antes de su deserción, los cuales, a su vez, se intercalan con imágenes que muestran la amistad entre ambos durante los años precedentes a todos estos acontecimientos, que en algunos momentos llegan hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando Philby fue captado por el SIS. Las secuencias bélicas que remiten al controvertido asunto Vermehren, muy alejado del principal hilo argumental, pueden llegar a confundir a una parte importante de la audiencia. Y, como trasuntos de Philby en una metaserie, acabar también desertando de mirar el resto de capítulos.
 
Guy Pearce y el auténtico Kim Philby
 
Otro elemento que dice más bien poco sobre esta producción televisiva són las desconcertantes referencias arquitectónicas y paisajísticas a emplazamientos significativos de la ciudad de Moscú. No es algo nuevo, la historia del cine y la televisión occidental está plagada de ejemplos de películas sobre la URSS y los países de Europa del Este con ambientaciones erróneas –construcciones que ya no existían o que fueron edificadas con posterioridad– y, en algunos casos, ridículas. Véase el caso de la película claramente antisoviética "A Diferent Loyalty" de 2004, precisamente sobre un espía alter ego de Philby que deserta a Moscú en los años 60. En una de las escenas, en la que aparecen Sharon Stone y Rupert Everett, se ve de fondo la Catedral de Cristo Salvador, una imagen del todo imposible porque fue demolida en 1934 y reconstruida en la década de 1990, durante el mandato de Borís Yeltsin. O el caso del episodio 12 de la quinta temporada de la serie "The Americans", cuando el agente del KGB Oleg Búrov pasea durante los años 80 sobre el puente Bolshói Ustinskiy y contempla el skyline de Moscú con el Kremlin justo en medio del encuadre. En esa vista falta a la derecha el mastodóntico hotel Rossía, construido en 1967 y demolido en 2007.
 
Y hablando de países del Este y de la Guerra Fría, quizás la metedura de pata más bochornosa se produjo en 2001 en la película "Spy Game", del siempre efectista Tony Scott. Al comienzo del film, el personaje interpretado por Brat Pitt llega a Berlín Occidental para encontrarse con su futuro mentor de la CIA, encarnado por Robert Redford. La imagen aérea que ilustra el inicio de esta escena, con música de fondo de Mark Knopfler, está filmada... en un conocido puente de Budapest sobre aguas del Danubio (!).
 
"Un espía entre amigos" se rodó parcialmente en Bucarest (Rumanía), ciudad que además de barata en cuanto a costos de producción, aún hoy en día conserva muchos barrios construidos según el paradigma arquitectónico del realismo estalinista. Ambientar en esos edificios la vida doméstica de ciudadanos soviéticos ordinarios no plantea ningún inconveniente, pero hacer referencia a lugares de Moscú de sobra conocidos, como el cuartel general del KGB, utilizando viejos bloques administrativos de la Rumania de Ceaușescu es desvirtuar la autenticidad de la historia. El producto resultante desprende un hálito de Serie Z similar al que desprendían aquellas películas antiguas con decorados claramente de cartón piedra.
 
Está claro que lo sucedido con el cine occidental ambientado en la URSS es más un tema de desidia que de mala intención. Hace cuarenta o cincuenta años poca gente tenía la oportunidad de visitar la Unión Soviética y ver personalmente todos esos rincones cargados de simbolismo ideológico. Además, la información visual que se podía encontrar en libros y revistas de temática viajera era muy escasa. Pero actualmente, quien más quien menos ha viajado a Moscú y visto en internet vídeos y fotografías de la ciudad. El momento delicado en las relaciones entre Rusia y los países occidentales, como consecuencia de la guerra de Ucrania, no es precisamente el más propicio para rodar películas norteamericanas o británicas en las calles de la capital rusa. Pero lo que no se puede hacer por motivos logísticos, se puede substituir utilizando la imaginación. En este caso, imágenes de archivo o fotografías fijas. A ningún productor con dos dedos de frente se le ocurriría situar una escena que supuestamente acontece en el Capitolio de Washington DC utilizando imágenes filmadas en el exterior de la basílica de San Pedro de Roma. Ni escenas localizadas en dicha basílica mostrando la fachada de cualquier iglesia católica de Europa. Sin embargo, parece ser que con Moscú todo vale.
 
Cuando, en el tercer episodio de la serie, Guy Pearce/Kim Philby llega a la capital soviética, su enlace del KGB, el coronel Serguéi Brontov (Karel Roden), lo conduce a lo que debemos suponer que es el edificio de la Lubyanka, en la plaza Dzerzhinski. Sin embargo, lo que se muestra en pantalla nada tiene que ver con la archiconocida sede del Ministerio para la Seguridad del Estado, aquella que en 1991 se veía de fondo en todos los televisores del mundo mientras la estatua de Félix Dzerzhinski era vilipendiada por masas anticomunistas enfervorecidas y que hoy en día sigue ocupada a diario por empleados del Ministerio del Interior de la Federación Rusa.


Los protagonistas de dicha escena entran en un edificio de clara estética socialista y, tras esperar sentados a que vengan a recibirlos, se dirigen a través de un largo pasillo hasta el despacho de los funcionarios encargados de fotografiar y fichar al recién llegado.
 




Si lo que pretendían los diseñadores de producción con ese ambiente tétrico y macilento era generar un impacto opresor e inquietante en el espectador, hay que reconocer que lo consiguen. Sin embargo, los detalles que completan o matizan los decorados naturales mostrados en la serie llevan más a la vergüenza ajena que a las auténticas emociones que se supone debieran transmitir.
 
En primer lugar, como se ha dicho, esa fachada no es la de la Lubyanka de la antigua plaza Dzerzhinski. No lo es, ni se le parece. La Lubyanka es un bloque de oficinas que actualmente tiene el mismo aspecto que tenía en tiempos soviéticos. Se trata pues de una oportunidad que los responsables de la serie han desaprovechado de forma incomprensible. Con una simple y breve panorámica del exterior del edificio real hubiesen conseguido el efecto y la objetividad que exige una historia que, como ellos mismos anuncian, está "basada en hechos reales".
 
En segundo lugar, en el hall donde los protagonistas esperan a ser avisados hay una inscripción en la pared que reza "СССР – СЛАВА – 1945". Es decir, "Gloria a la URSS − 1945", en clara alusión a la victoria soviética durante la Segunda Guerra Mundial. Existe una obsesión enfermiza en los escritores y guionistas occidentales por presentar a la URSS como un país decadente históricamente anclado en la Gran Guerra Patria, de cuyos éxitos legendarios alimentó su propaganda durante la segunda mitad del siglo XX. Detalles como este lo demuestran. Si bien la invasión nazi y 25 millones de muertos son unos datos que justifican más que de sobra la memoria histórica del pueblo soviético, la URSS tuvo otros hitos con los que engrandeció y construyó su propia narrativa como nación orgullosa de su pasado, más allá de la guerra. Sin embargo, en este caso concreto, para no pecar de puristas del género, supondremos que ese hall podría ser el de la sede de algún organismo de la inteligencia militar, como el GRU (Glavnoye razvedyvatel'noye upravleniye, "Departamento Central de Inteligencia del Ejército Soviético"), vinculado también en las operaciones de espionaje exterior.
 
En tercer lugar, a través de la ventana que hay en esa sala de espera se ve la parte posterior del monumento El obrero y la koljoziana, de Vera Mújina (1937). Esta escultura se encontraba –y se encuentra de nuevo, desde 2008– junto a la entrada del VDNJ (Vystavka Dostizheniy Narodnogo Khozyaystva, literalmente "Exposición de Logros de la Economía Nacional"), al norte de la ciudad y a kilómetros de distancia de la plaza Dzerzhinski (actual Lubyanka). En 1963, detrás de El obrero y la koljosiana no había más que un parque y pabellones dispersos de la feria de exposiciones. En 1967, en el solar adyacente al monumento –donde se ubicaría el ficticio e imposible cuartel de la serie– se instaló la vanguardista construcción que representó a la URSS en la Exposición Universal de Montréal (Canadá) celebrada aquel año. Nunca ha habido en ese apacible y cultural rincón de Moscú ningún edificio de los servicios secretos soviéticos. Semejante impostura urbanística –más bien psicogeográfica, si atendemos a Guy Debord– da que pensar sobre cuál sería la reacción de los espectadores norteamericanos si en una película rusa se situase una imagen gigante de la Estatua de la Libertad tras la ventana de alguna casa, pongamos por caso, de Long Island. Muy satisfechos no quedarían, desde luego.
 

Finalmente, el angosto y distópico pasillo por donde desfilan Philby y sus acompañantes es un espacio que resulta una constante en los decorados de cualquier película ambientada en la URSS. Otro tópico, en definitiva. Sobretodo teniendo en cuenta que Moscú, durante los años 20 y 30, fue el estandarte del constructivismo arquitectónico, el cual pretendia todo lo contrario a lo que muestra esa escena: humanizar los espacios y hacerlos más acordes con la actividad que debían albergar, pensando siempre en el bienestar del trabajador (vease como ejemplo el Tsentrosóyuz, de Le Corbusier). Si lo que buscaban los creadores de "Un espía entre amigos" era acongojar aún más a su audiencia, por lo menos deberían haber retirado la moderna canaleta que hay en la esquina superior de ese pasillo, y haber quitado también buena parte de ese manojo de cables de red que adorna ambas paredes, cables que hoy en día encontramos en casi todas las edificaciones antiguas donde los ordenadores e internet llegaron muchos años despúes de su construcción.
 
En el cuarto capítulo de la serie, Philby, Brontov y Burgess, que se acaba de unir a los dos primeros, acuden a "otras" oficinas del KGB, a juzgar por el cambio de fachada, y allí es interrogado por miembros de los servicios de la Seguridad del Estado.



En un nuevo alarde de decoración opresiva y totalitaria, los dos interrogadores tienen tras ellos, colgado de la pared, un gigantesco y exagerado relieve con el rostro de Félix Edmúndovich Dzerzhinski, el fundador en 1917 de la Cheká soviética. No hay constancia de la existencia de semejante figura en el edificio de la Lubyanka –claro que no es un lugar abierto al público donde se hagan visitas guiadas– pero teniendo en cuenta que la escena en cuestión está ambientada en 1963, en plena era de deshielo postestalinista, resulta extravagante y tendencioso imaginar una sala de entrevistas del moderno KGB asemejando una estancia inquisitorial en un convento dominico, con una descomunal medalla de la santa faz de Cristo decorando un muro entrecolumnado. Es un ejemplo de que cuando un detalle artístico pierde su sutileza, se convierte en una caricatura ridícula. 



La estatua de Dzerzhinski, obra del escultor Yevgeni Vuchévich (1958), que hasta 1991 estuvo instalada en una jardinera en el centro de la plaza homónima de Moscú, se encuentra hoy en día en el Museión, el parque público de la capital rusa que sirve de cementerio de los monumentos soviéticos desplazados de sus ubicaciones originales. Se trata de una escultura que se puede tocar y fotografiar desde todos los ángulos posibles con total libertad. Un plano contrapicado de Guy Pearce/Kim Philby llegando a la Lubyanka con la estatua de Vuchévich justo detrás, filmado en el mismo Museión o mediante un "croma", hubiese sido un verdadero alarde digno de un buen director que, economizando recursos, consigue aunar realidad y ficción en un ejercicio cinematográfico riguroso. Pero Nick Murphy ni es un buen director, ni es austero y ajustado. Prefiere los fuegos artificiales a las emociones puras.
 
Lo más extraño en medio de todas estas complejas y surrealistas localizaciones es que en el tercer episodio hay un escena, la única en toda la serie, que sorpresivamente sí está ambientada en un lugar real de Moscú. Ni más ni menos que en la plaza Roja. En ella, Philby es llevado en coche hasta las inmediaciones del Mausoleo de Lenin y allí contempla extasiado aquel inmenso espacio antes de que Brontov le haga entrega de la condecoración con la que el KGB premia su fidelidad a la Unión Soviética.

 
Lo más probable es que esta secuencia esté rodada utilizando tecnología de postproducción. A la derecha del actor sobresale, por detrás de la muralla del Kremlin, la azotea del Palacio del Presídium, demolido en 2016, cuando esta serie de televisión no era ni siquiera un proyecto. De haberse filmado en 2022 en la misma plaza, esa azotea no aparecería en la imagen, aunque también es cierto que podría haber sido añadida digitalmente. Sea como sea, la escena es de una autenticidad indiscutible y consigue transmitir lo que Philby pudo sentir el día que estuvo por primera vez en este lugar. Una primera vez que seguramente no fue ni de noche ni llegando a bordo de un vehículo hasta la misma plaza pero que, sin ninguna duda, existió. Con la Catedral de San Basilio y la torre Spasskaya de fondo, su imagen recortada y apenas perceptible consigue que empaticemos con el personaje, literalmente abducido por este emblemático espacio. Es lo contrario de lo que sucede en las escenas anteriores, falseadas y exageradas con una megalomanía manipuladora que roza lo kitsch.



Sesenta años después de la deserción de Philby, la serie "Un espía entre amigos" no desaprovecha la ocasión para dar otra vuelta de tuerca al linchamiento del personaje. Mucho se ha dicho y mucho se ha fabulado contra el "traidor" Kim Philby, presentándolo como un alcohólico frustrado y acabado que huyó cobardemente a la URSS para no dar con sus huesos en la cárcel. Los desertores que abandonaban el KGB han sido tratados siempre como luchadores por la libertad; los desertores del capitalismo, como desleales e ingratos conspiradores. Unos judas, en pocas palabras. 
 
Kim Philby ya llegó a la URSS siendo un alcohólico. «Va con el oficio», comenta Guy Pierce en un momento de la serie. En Moscú aprendió un poco de ruso –un idioma que nunca llegó a dominar del todo–, dio cursos de formación a futuros agentes encubiertos, se casó con Rufina Pokhova, hizo amistad con ciudadanos soviéticos, recibió visitas de familiares ingleses, pasó largas temporadas en su dacha, viajó a través de varios países del Pacto de Varsovia y participó de la variada y rica vida cultural rusa, todo ello sin dejar de lado su afición por el críquet y la cocina británica –sus invitados alababan siempre su mítico curry–. Si fue feliz o no con las decisiones que tomó a lo largo de su vida, solamente él lo supo. Aunque seguramente, como le pasa a todo el mundo, debió tener sus momentos buenos y sus momentos malos. Pero de ahí a esa personalidad neurasténica y depresiva que la propaganda occidental, incluida esta serie, pretenden grabarnos en el inconsciente de una forma casi goebbelsiana, hay un gran salto.
 
Pese a los informes médicos y al relato de su propia esposa –que Philby murió plácidamente en un hospital moscovita a las dos de la madrugada del 11 de mayo de 1988–, de su fallecimiento se ha llegado a decir casi de todo, como por ejemplo que fue un suicidio. Incluso el solvende director escocés John Mackenzie lo "asesinó" de un disparo en la cabeza en las primeras escenas de la película de 1987 "The Fourth Protocol", basada en la novela de Frederick Forsyth. Asesinado, por supuesto, por los propios soviéticos.  




En la serie que nos ocupa, el actor Guy Pierce solo sonríe en las secuencias que muestran la relación de amistad entre Kim Philby y Nicholas Elliot. A partir de la llegada de Philby a Moscú, su rostro aparece siempre cetrino y desencajado, con una mueca tensa y azorada. Es el semblante de la decepción que supuestamente todo occidental sentía al conocer de primera mano el trágico día a día de los ciudadanos soviéticos. Resulta inimaginable una película o serie sobre la URSS sin sus colas de gente, tiendas vacías y personas alcoholizadas, tanto si el argumento se situa en 1963 o en la Perestroika de finales de los 80. Tampoco importa si en Occidente los pobres y los alcohólicos se cuentan por millones. El dasabastecimiento siempre estuvo ahí y formó parte del gran fracaso del comunismo. Eso es lo que siempre nos ha transmitido la propaganda capitalista. Y "Un espía entre amigos" no se queda corta en ello. En el tercer episodio, Philby contempla compungido una estoica fila de moscovitas en la puerta de una panadería –en lo alto puede leerse "ХЛЕБ", "Pan"–. Y en el cuarto, ve desde el coche a un hombre tirado en una acera helada al que nadie hace caso. «Vodka», le dice Brontov. Según parece, si en la URSS alguien se caía al suelo en plena calle nevada nadie le ayudaba a levantarse, cosa que jamás ocurriría en la civilizada Europa –¿O quizás sí? ¿No fue de esta forma como murió el año pasado el fotógrafo René Robert en París?–.   

En definitiva, "Un espía entre amigos" es un espectáculo visual de primera magnitud con el contenido maniqueo de siempre. Una parodia de la Guerra Fría al servicio del benévolo capitalismo que en ningún momento ahonda en las contradicciones del alma humana y en lo que Philby le dijo al periodista Murray Sayle durante la entrevista que le concedió en 1967: «Para traicionar, primero hay que pertenecer. Y yo nunca pertenecí».  

Mayakovski