viernes, 26 de febrero de 2016

Muñoz Molina y los renegados de la URSS

Antonio Muñoz Molina es un extraordinario escritor que goza de gran prestigio institucional en nuestro país. No en vano es académico de la RAE y ha ganado el Premio Príncipe de Asturias, además de otros muchos galardones otorgados en estas últimas décadas. Actualmente da clases en una universidad de Nueva York, donde reside por temporadas con su esposa, la también escritora Elvira Lindo. No cabe duda de que las cosas le han ido muy bien en el ámbito profesional y que pertenece, sin ánimo de parecer retórico, a la exclusiva casta del 11% de escritores españoles que puede vivir de sus publicaciones.

Muñoz Molina flirteó de joven con el comunismo, un hecho en absoluto excepcional entre la juventud antifranquista de aquella época. En su artículo La voz de Marina Tsvietáieva, publicado el pasado 13 de febrero en Babelia, el suplemento literario de El País, el novelista andaluz afirma que las noticias que en el pasado le llegaban desde la URSS "alimentaron" su idealista imaginación. Hasta que, según confiesa, la realidad acabó abriéndole los ojos. En el artículo mencionado sobre la escritora rusa, y en referencia a la Unión Soviética y a la Revolución de 1917, utiliza los términos "fragor genocida", "épica tramposa de John Reed", "horror sin orillas", "tiranía", "cataclismo que lo devoró todo", "régimen sanguinario de burocracia y horror", "calamidad", "matarifes máximos", "abismo de sufrimiento y desastre", "crímenes de Lenin y Stalin", "destrucción y desquiciamiento", "catálogo de ruinas" y un largo etcétera de calificativos, a cual más apocalíptico, para describir aquellos acontecimientos. Frente a este sorprendente vuelco ideológico, muy frecuente a lo largo de estos últimos años entre el colectivo de intelectuales españoles, cabe hacer algunas reflexiones. Si la Revolución Francesa es alabada por los demócratas de todo el mundo como antecedente de lo que vino después, ¿Por qué se reniega siempre de la Revolución Rusa? ¿No rodaron cabezas en Francia? ¿De verdad no hubo nada más en Rusia que sangre y odio? ¿Es que la ruptura con la autocracia zarista no tuvo ningún aspecto positivo? ¿Y no lo tuvo tampoco la alfabetización masiva de millones de ciudadanos, dominados hasta aquel entonces por la ignorancia y la superstición fomentadas por la iglesia? ¿No es la revolución, en un contexto de manipulación ideológica, una expresión más de la voluntad de una parte del pueblo? 

Más allá de las respuestas políticas y sociológicas a estos interrogantes, seguramente imposibles de resumir en unos pocos párrafos, está el aspecto psicológico de semejantes metamorfosis mentales. ¿Cómo se puede pasar del blanco al negro con tanta facilidad? ¿Qué mecanismo cognitivo provoca el abandono radical de una visión deseada del mundo en base a una experiencia fallida? ¿Es frustración, cansancio o pragmatismo? ¿O se trata simplemente de un mero problema existencial, acentuado con la llegada de la madurez? A Muñoz Molina no le ha temblado el pulso a la hora de dar la mano a monarcas y políticos representantes del orden social actual. Muchos de ellos amigos de dirigentes nada democráticos en países donde se flagela, literalmente, a sus opositores y se esclaviza a los trabajadores que construyen rascacielos. Desde su cómoda poltrona de académico y profesor universitario se define como socialdemócrata, que es lo mismo que decir que no es de izquierdas ni de derechas, simplemente un partidario de la versión soft del capitalismo occidental, enarbolando siempre bien alta la bandera con la inscripción "soy demócrata (y nada más)". Para él, todo lo que pueda suceder después de las elecciones que se celebran cada cuatro años es pura perversión bolchevique. Resulta sencillo acercarse a un poder aparentemente inocuo cuando el trabajo sucio (la explotación laboral, las guerras, la represión) lo llevan a cabo los de fuera. Como dijo Henry Kissinger sobre Pinochet: "Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta". A Kissinger le dieron el Premio Nobel de la Paz. Y a Muñoz Molina, por ser un obediente defensor del "todo está bien tal como está", la dirección del Instituto Cervantes. 

La realidad, como las personas, es compleja, subjetiva, poliédrica, caleidoscópica y asimétrica. Vomitar en un artículo un compendio de adjetivos muy bien escritos y abanderar el "todismo" maniqueista para posicionarse en la casilla más conveniente del tablero social no es propio de un escritor inteligente como Antonio Muñoz Molina. Un gran escritor al que continuaré leyendo sin ninguna duda.

Mayakovski


viernes, 12 de febrero de 2016

El monumento a Marx y Engels en la ploshchad Revolyutsii (1918) [Plan de Propaganda Monumental de Lenin]

El 7 de noviembre de 1918, primer aniversario de la Revolución de Octubre, V. I. Lenin inauguró en la recién rebautizada plaza de la Revolución (antigua Voskresenskaya) el monumento de S. Mezentsev dedicado a Karl Marx y Friedrich Engels. La obra del escultor ruso formaba parte del Plan de Propaganda Monumental que el propio Lenin había impulsado ese mismo año. Un plan que pretendía suprimir los símbolos zaristas del pasado a la vez que rendía homenaje a los referentes históricos de la causa soviética. Sin embargo, después de aquel acto de presentación, la opinión pública se cebó con la escultura de los padres fundadores del comunismo calificándola de grotesca, desacertada y completamente desproporcionada. Se atribuye a Anatoli Lunacharski, Comisario del Pueblo para la Educación, la frase que describía aquellas estatuas como "dos saliendo de la bañera". Una cita cargada de doble intención teniendo en cuenta que por la ploshchad Revolyutsii pasó antiguamente el río Neglinnaya, soterrado en el siglo XIX bajo la calzada de la ciudad. Debido a estas críticas demoledoras, el monumento duró poco tiempo en ese lugar. Al cabo de unos meses acabó siendo retirado de la plaza, desapareciendo de las calles de Moscú sin dejar ningún rastro.

El punto rojo indica el lugar aproximado donde se hallaba el monumento a K. Marx y F. Engels en la ploshchad Revolyutsii, muy cerca de la fuente de la plaza Teatralnaya. En la parte inferior de la imagen sobresale el extremo norte de la plaza Roja


Dos imágenes actuales de la plaza de la Revolución desde el área donde se instaló en 1918 el monumento de S. Mezentsev. La primera está orientada hacia el hotel Metropol, que aparece al fondo de las fotografías frontales del monumento, mientras que la segunda enfoca la muralla roja de Kitái Górod y la estación de metro de la plaza

Fotomontaje de la plaza de la Revolución, fotografiada en 2014, con una imagen de la escultura el día de su inauguración, el 7 de noviembre de 1918. Esa fue la posición aproximada donde permaneció instalada durante aquel año



Vladímir Ilich Lenin junto a Yákov Sverdlov (con un cigarrillo en la boca) contemplando el monumento después de ser descubierto al público. Tras el fallecimiento de Sverdlov en 1919, la plaza Teatralnaya, colindante con la plaza de la Revolución, pasó a denominarse con su apellido. Y en 1978, sexagésimo aniversario de la Revolución de Octubre, una estatua del dirigente bolchevique se instaló a pocos metros de donde estuvo situado el monumento de Mezentsev. Al fondo de las tres imágenes se ve el edificio que fue demolido en 1932 para construir en su lugar el hotel Moscú, frente al Museo Estatal de Historia (que asoma por la izquierda en la primera fotografía


Lenin pronunciando el discurso inaugural frente al monumento de Marx y Engels


Fotografía de Lev Borísovich Kámenev (1883-1936) y Grigori Yevséievich Zinóviev (1883-1936) -presidentes, respectivamente, de los soviets de Moscú y Petrogrado- posando frente al recién inaugurado monumento dedicado a Karl Marx y Friedrich Engels. Dieciocho años después ambos fueron ejecutados a pocas manzanas de esta plaza tras ser acusados de conspirar contra Stalin, con quien habían formado el triunvirato que dirigió la URSS a partir de 1924, fecha del fallecimiento de Lenin. Detrás se observa la fuente construida en 1835 por I. P. Vitali y la esquina del hotel Metropol entre la plaza Teatralnaya y la avenida de Karl Marx  

Lenin junto a Y. Sverdlov, M. F. Vladimirsky y P. G. Smidovich en la plaza de la Revolución el 7 de noviembre de 1918

miércoles, 10 de febrero de 2016

Diario de un sovietófilo (capítulo VI)

Ir a la entrada anterior sobre 'Diario de un sovietófilo'

Cementerios y memoriales soviéticos en Berlin 

Una de las sensaciones más estimulantes para los flâneurs que gustan de vagar por las ciudades de todo el mundo es la que proviene de la percepción de las ausencias, del vacío humano en un contexto físico conocido, sobre todo en lugares donde la Historia ha dejado impresa una huella indeleble. Y no hay una urbe más baudelairiana que Berlín, la arcadia de los paseantes. 

El día 3 de enero de 2005 se despertó tan nublado y frío como lo había estado la tarde anterior, la de mi llegada a la ciudad. Salí de mi hotel a primera hora de la mañana sintiendo la típica emoción del viajero que sabe que está a punto de enfrentarse a un sinfín de estímulos desafiantes. Desde la Grünberger Strasse, la calle del hotel, torcí a la derecha por la Warschauer Strasse en dirección sur. En aquella amplia avenida, perteneciente antiguamente a la Alemania del Este, un paso elevado sobre las vías del tren dejó frente a mí, por el lado izquierdo, un inmenso paisaje industrial lleno de fábricas con fachadas de ladrillo visto. Mi imaginación convirtió inmediatamente aquel panorama en un escenario proletario de comienzos del siglo XX. Unas fotografías encontradas en internet muchos años después me confirmaron que esos desvaríos no lo eran tanto. Aquel lugar apenas había cambiado.



Bajando por la Warschauer Strasse, desde las vías del tren se puede ver un paisaje industrial que no ha cambiado excesivamente (fotografías de 1930 y 2005)

Mimetizado con ese entorno desconocido, crucé el río Spree por el maravilloso Oberbaumbrücke, el puente de ladrillo rojo, con dos torres en su parte central, construido en 1896.



Continué andando por la Schlesische Strasse y la Puschkinallee –un odónimo con reminiscencias rusas– en dirección hacia el Treptower Park, cuyos árboles se hacen visibles un centenar de metros antes de pisar su alfombra verde. En este parque se halla el Sowjertisches Ehrenmal Treptow, un espacio mítico en la historia bélica de la Unión Soviética y de la Alemania Oriental. Estaba a punto de encontrarme con uno de los lugares más impresionantes que he visto en toda mi vida. Quizás no el más grandilocuente pero sí el más simbólico y emotivo, por lo menos para mí. 

Accedí al interior del memorial por una entrada situada en el lado norte del parque. Aquel espacio, sin nadie visitándolo a esas horas de la mañana, parecía trasladado directamente desde otra época, con un silencio que resultaba incluso amenazador. Vi un coche patrulla de la polizei aparcado en una explanada, justo en la entrada del monumento. Me sentí observado y temí que mi presencia en aquel lugar desolado me acarrease algún problema con la ley. Afortunadamente, no fue así. Me dirigí por un paseo embaldosado hacía lo que parecía un triángulo vertical partido por la mitad. Fue entonces cuando pude disfrutar de uno de los momentos más mágicos de mi vida: la visión de un enorme símbolo comunista, la hoz y el martillo, grabado en un muro de color rojizo. Nunca hasta aquel momento había podido contemplar personalmente aquel emblema desnudo de cualquier otro ornamento alegórico. Lo que había en aquella pared era algo auténtico, no se trataba de una representación artificial con el fin de explicar un hecho del pasado. Era un símbolo esculpido en una época en la que aún tenía un significado ideológico. Y lo colocaron allí pensando que lo que representaba perduraría para siempre. La tarde previa había estado en el memorial soviético del Tiergarten, un monumento en el que hoces y martillos forman parte de un tupido collage más confuso y diverso. Además, había anochecido cuando lo visité y apenas pude ver nada. Sin embargo, aquello que veía en el Treptower Park era original y tenía carácter. Me di cuenta entonces de que con aquella visita estaba interiorizando para siempre un fragmento de la memoria colectiva a la cual yo pertenecía. Tenía razón Walter Benjamín cuando afirmaba que cada objeto guarda en su interior una parte de la historia. La contemplación de un símbolo con semejante carga nostálgica resultó ser un momento realmente excepcional en mi vida. Plantado en aquel oasis silencioso, en medio del paisaje urbano de Berlín, me sentí como fulminado por un rayo. Porque con lo que me topé realmente ese día fue conmigo mismo en otra época de mi vida: era el final de trayecto de un viaje en el tiempo hacia mi propio encuentro.







El Sowjertisches Ehrenmal Treptow fue construido en 1949 como memorial soviético de la Gran Guerra Patria. Conservado hoy en día prácticamente inalterado, tiene forma de rectángulo con un semicírculo en uno de sus costados cortos. Se encuentra limitado, en el lado oeste, por ese peculiar muro rojizo y, en el este, el semicircular, por un montículo con una estatua en lo alto. Dieciséis sarcófagos colocados simétricamente rodean el camino que a su vez circunda un parterre rectangular ornamentado con césped, setos y lápidas. Esos dieciséis cenotafios simbolizan simbolizaban en aquel entonces cada una de las repúblicas que formaban parte de la Unión Soviética, las quince más conocidas y también la RSSA de Carelia, reorganizada en 1956.





En la segunda imagen, el segundo por la izquierda es el escultor soviético Yevgeni Vuchétich, autor de la estatua del soldado con el niño en brazos. La fotografía fue tomada el 8 de mayo de 1949

Nada más descender por las suaves escalinatas que conducen hasta ese camino que da la vuelta a todo el memorial, una atmósfera gélida me golpeó con fuerza, y no solo por el frío que hacía esa mañana. En medio de aquel silencio, adornado con el gorjeo de los cuervos, comencé la sesión de fotos que debía inmortalizar aquella mañana tan plena de emociones. Ese sería, por cierto, el último viaje en el que usaría mi vieja cámara analógica, una cámara que ahora descansa para siempre en el fondo de una caja donde reposan los recuerdos de mis aventuras por todo el mundo. Comencé a sacar instantáneas de forma casi frenética, intentando captar cada centímetro de aquel lugar, desde todos los ángulos posibles. Mirando a través del visor me hice una perfecta composición de aquel espacio, percibiendo su increíble simetría. Me di cuenta de que había realmente dos muros de color rojo y de que cada uno de ellos tenía una hoz y un martillo grabados en una esquina. Aunque había leído en mi guía de viaje que, según una leyenda, ese mármol rojizo provenía de la Cancillería de Hitler, no fue hasta pasadas unas cuantas semanas cuando averigüé que ambas paredes tienen forma de banderas soviéticas rindiendo honores. Sin embargo, aquel día fui incapaz de intuir esas formas. La combinación de grandiosidad, equilibrio y soledad me pareció avasalladora. Generaba una sensación, buscada evidentemente por los arquitectos, de solemnidad. En la esquina de cada bandera de piedra vi dos estatuas representando a dos soldados haciendo una genuflexión, con el casco en la mano. No recuerdo si las toqué, ni si pasé la mano por el mármol. Comencé a caminar alrededor del jardín central en sentido antihorario. Pasé junto a los sarcófagos de piedra donde sobresalían altorrelieves con el rostro de Lenin e inscripciones en alemán y ruso con el nombre de Stalin en la parte inferior. Todo perfectamente conservado, sin una letra borrada ni una pintada ensuciando las paredes, mancillando la memoria de los que allí reposan. Porque el Sowjertisches Ehrenmal Treptow es, ante todo, un gran cementerio de soldados del Ejército Rojo. Unos cinco mil cuerpos se encuentran enterrados en ese lugar.

En aquel instante observé que estaba acompañado por otra persona, de que había alguien más en el parque, un joven visitante que miraba todo aquello con los mismos ojos de asombro que yo. Han pasado muchos años desde entonces y ciertas reacciones por mi parte me resultan ahora mismo difíciles de entender. No recuerdo el motivo, pero lo cierto es que evité tropezarme con aquel desconocido e hice todo lo posible por evitarlo. Me llegué a alegrar de que desapareciera de allí después de hacer el mismo recorrido que yo. En lugar de compartir una experiencia como aquella, prefería eludir todo contacto social, como si fuese a robarme parte de las sensaciones que aquel lugar me estaba generando. Quizás el problema era simplemente la barrera idiomática, no lo sé. Lo cierto es que completé la vuelta a aquel ruedo subiendo a lo alto del montículo donde está la estatua del soldado soviético, un miembro del Ejército Rojo que sostiene una niña con un brazo y sujeta una espada con la otra. No lo sabía entonces, pero años más tarde logré localizar una estatua de su mismo autor, Yevgeni Vuchétich, en un parque de Moscú. Una estatua defenestrada en tiempos de la contrarrevolución de finales de los ochenta: la de Félix Dzerzhinski. Aquel 3 de enero, en Berlín, no sospechaba hasta donde me llevaría mi pasión por todo lo soviético. Muchas de las historias sobre este lugar las he conocido mucho después a través de innumerables lecturas y búsquedas por internet. Por ejemplo, que el de la estatua pudo haber sido Masalov Nikolai Ivanovich (1921-2001), un soldado que salvó a una niña alemana el 30 de abril de 1945, el día del asalto a la Cancillería. Una historia real, celebrada con este monumento, que los más reaccionarios en Occidente se han dedicado a negar sistemáticamente pese a la documentación existente que demuestra su veracidad. A pesar de mi ignorancia en 2005 sobre todos aquellos datos históricos, subir hasta aquel túmulo fue un momento culminante, superado solamente, tan solo año y medio después, por la excursión a pie hasta lo alto de Mamáyev Kurgán de Stalingrado.







La tercera fotografía corresponde a un acto de homenaje de la organización de Pioneros de la RDA celebrado en el mes de julio de 1989

Abandoné el parque Treptower por un acceso en el lado sur del recinto, a través de un arco decorado con una hoz y un martillo de piedra bajo las fechas 1941-1945. Una vez en la calle, me dirigí en dirección noroeste hasta desembocar de nuevo en la esquina formada por la Schlesische Strasse y la Puschkinallee. Debían ser las once de mañana, más o menos. Creo que en ese instante una parte del viaje, de cualquier viaje relacionado con este capítulo de mi vida, se había acabado para siempre.

Mayakovski