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Resiguiendo mi pasado a través de las huellas soviéticas en Ost-Berlin
Resiguiendo mi pasado a través de las huellas soviéticas en Ost-Berlin
Desde el punto de vista de mi renacida afición por lo
soviético, el año 2004 fue un paréntesis completamente en blanco. Un inciso que rompió con la dinámica de los dos años anteriores. De una forma casi
inconsciente, decidí olvidar mi accidentada relación sentimental haciendo
cuantas locuras se pusieron a mi alcance. Sin embargo, después de un par de
viajes y de algún que otro escarceo amoroso, me di cuenta de que necesitaba
pasar página y lanzarme, como dicen los budistas, a unir puntos. A conectar
acontecimientos construyendo un relato propio que relacionase el pasado con el
presente y respondiese a la eterna pregunta, planteada por millones de
personas a lo largo de los siglos, sobre el sentido de la existencia humana.
No podía ser que mis primeras fantasías ideológicas de la adolescencia y mi
viaje en el 2002 al otro lado del Telón de Acero fuesen anécdotas aisladas sin
ningún tipo de significado. Ni que los paseos erráticos del año siguiente con
mi ex amante por la Alexanderplatz y los restos del Muro de Berlín ocurriesen de forma azarosa sin conexión alguna. Estaba claro que todo aquello
marcaba un sendero que debía comenzar a seguir, una línea quebrada que dibujaba
una trayectoria vital hacia un futuro incierto. Aquel otoño lo supe: tenía que
regresar a Berlín, pero en esta ocasión debía hacerlo solo.
Hacia el mediodía del 2 de enero de 2005 mi avión aterrizó
en el aeropuerto de Tegel, en la capital alemana, después de dos horas y media de
vuelo. Hacía frío, pero creo recordar que la temperatura era soportable. Un tiempo
gélido al estilo ruso hubiese sido un hecho, más bien una señal, que hubiese permanecido
en mi memoria para siempre. Fui en autobús hasta el centro de la ciudad –si mal
no recuerdo, hasta la Kart-Liebknecht-Strasse, junto al Fernsehturm– y de allí en metro hasta el ‘hotel 26’, en la
Grünberger Strasse, muy cerca de la Karl-Marx-Allee. Había planificado aquel
viaje con la ayuda de mi guía Trotamundos, la que usamos en 2003 para recorrer
Alemania en coche. Sin embargo, para disponer de una información más completa sobre
la ciudad, días antes de mi partida había comprado la versión en español de la
guía de Lonely Planet sobre Berlín, editada en 2004. En esta última había
señalado unos cuantos lugares a los que catalogué como de visita prioritaria.
Todos ellos, naturalmente, con un contenido histórico relacionado con la URSS y
la RDA. La organización de cada ruta diaria la decidiría por la noche, en la
tranquilidad de mi habitación, dependiendo de las visitas que hubiese realizado
esa jornada. El ‘hotel 26’ era más un albergue que un establecimiento hotelero
en sentido estricto. El día de mi llegada, en la recepción había un joven
griego que me hizo una introducción en inglés sobre la historia de
la ciudad, contándome que “Berlin had
been two diferent cities”. Una afirmación que me apeteció replicar,
explicándole mi punto de vista sobre la naturaleza de esa doble identidad, pero
que en aquel momento, agotado por el viaje, me vi incapaz de rebatir. Una vez
registrado, el empleado me entregó la llave de mi habitación y otra que abría una
discreta puerta lateral que daba a la calle.
De esta forma podía entrar y salir del hotel cuando quisiera, incluso de
madrugada. No servían desayunos, o por lo menos no iban incluidos en el precio
de la habitación que había reservado a través de internet. El ‘26’ sigue
existiendo en la actualidad, aunque desconozco si ha variado de categoría o si
ha cambiado su acertado esquema de funcionamiento. Por el bien de los futuros
visitantes de Berlín, espero que no sea así. Alojarme allí fue todo un acierto.
Subí a mi habitación y deshice la maleta con el equipaje para una semana que había traído conmigo. A continuación, me puse el anorak y salí a la calle con la intención de dar un pequeño paseo iniciático e improvisado por aquel paraíso de la arqueología comunista. Torcí a la izquierda por la Warschauer Strasse y, en la Frankfurter Tor, giré de nuevo a la izquierda en la mítica Kart-Marx-Allee, cuyo nombre, y el hecho de estar caminando por ella, me evocó unas sensaciones que hasta aquel momento yo no había sentido nunca. Me veía a mí mismo como parte de la historia en mayúsculas. Un viajero en el tiempo, en el tiempo histórico y en el de mi propia vida. Recuerdo que comenzó a oscurecer y que lloviznaba, y que el cielo estaba encapotado. Como una pesada losa de cementerio, sentía su fuerza sobre mi cabeza. Debido a que había preparado el viaje con absoluta minuciosidad, me orientaba por aquel barrio como si hubiese vivido allí desde siempre. Llevaba en el bolsillo el plano de Berlín que habíamos comprado en el verano de 2003, un mapa que era famoso entre los turistas por estar plegado de una forma muy especial, como si se tratase de una figura de papiroflexia. Ese plano me recordó aquel verano que parecía prometedor y que acabó siendo un completo desastre. Mientras caminaba en dirección hacia la Alexanderplatz, me llamó la atención el ruido de unas pancartas agitadas por el viento que pendían de una fachada. Parecía un paisaje apocalíptico, como si en ese lugar el tiempo se hubiese detenido desde hacía años. La perspectiva trazada por los edificios estalinistas a ambos lados de la avenida era estremecedora. Prácticamente no pasaba nadie por la calle, ni siquiera coches. La grisura del cielo y aquella ventisca helada me transportaron mentalmente a otro universo simbólico, a aquel que no había conocido, ni conocería nunca, de la RDA.
Llegué a la Alexanderplatz y contemplé de nuevo aquel paisaje urbano inmenso tal como lo había hecho la primera vez que estuve allí, aunque en unas circunstancias personales muy diferentes. Me sentí eufórico y desolado a la vez, aunque también liberado. Comenzaba a comprender que la vida consiste en ir pasando página día tras día. En dejar atrás todo lo que nos sucede con la mayor serenidad y objetividad posibles. Y que en aquel momento debía superar la extrañeza que suponía volver a recorrer en soledad el mismo espacio que meses antes había compartido con una persona que lo era casi todo para mí y que ahora ya no tenía relación alguna conmigo. Estas paradojas e incertidumbres me han acompañado a lo largo de toda mi vida, y nunca he sabido por qué. Una vez leí que podría tratarse de una sensación de pérdida constante, iniciada en la infancia, nunca superada. Aunque he vivido este desasosiego en diferentes estadios de comprensión, unos más nítidos que otros, ahora son el epicentro de las pasiones que exploto intelectualmente hasta hacerlas el eje de mi existencia emocional. Aquel día, plantado en medio de la Alexanderplatz, pensé en todo ello con un nudo en la garganta. Recordé las ilusiones frustradas, las alegrías reprimidas, los abrazos, aquel calor que hacía tanto tiempo que no sentía. Y lo eché de menos. Hasta tal punto que decidí no volver a sufrir nunca más y, de ahí en adelante, evitar el sufrimiento en la medida de lo posible. Ese paseo, y otros muchos que hice aquellos días, fueron en cierta manera catárticos. En aquel momento no lo sabía pero aún me quedaba un gran trecho hasta alcanzar la estabilidad emocional que me permitiese ser medianamente feliz. Todo eso pensé aquel 2 de enero de 2005, a eso de las cinco de la tarde, en la antigua capital de la RDA, en medio de una fina lluvia, azotada por el aire, en la oscuridad invernal de Berlín.
En medio de ese proceso purificador, decidí reseguir el mismo camino por el cual, diecisiete meses atrás y en sentido inverso, ella y yo habíamos llegado hasta aquel lugar. Hice una llamada a casa desde la estación de la S-Bahn de la Alexanderplatz. Seguidamente, rodeé el gigantesco Fernsehturm –la torre de televisión– y pasé junto a las dos estatuas del Marx-Engels Forum. Dejé a la izquierda el fantasmagórico edificio abandonado del Palast der Republik, que seguía tal como lo vimos por primera vez, durante la visita a la Berliner Dom. Tomé la Kart-Liebnecht-Strasse y la Unter den Linden hacia la Pariser Platz, con la puerta de Brandenburgo enmarcando el paisaje que hay más allá del antiguo Berlín Este. Justo en ese trecho de calle me vinieron a la memoria un montón de recuerdos. La sensación irrepetible de haber compartido una pasión –o por lo menos eso creía yo– en un juego casi inocente. De haber ido de la mano en una aventura infantil. La falsa corazonada, en definitiva, de habernos compenetrado en un algo que después resultó no ser nada. El amor y el odio, el cariño y la indiferencia, siempre juntos.
A partir de ese punto de la calle noté que lo que venía a continuación pertenecía al presente, que no tenía nada que ver con todo aquello que estaba recordando. Porque durante aquellos días de verano, disfrazados de turistas, apenas habíamos ido más allá de la puerta de Brandenburgo. A través de este mítico propileo, me encaminé por la Strasse des 17. Juni con la intención de ver, en la penumbra, el monumento soviético del Tiergarten, descubierto en mi nueva guía de viaje y en alguna foto del primitivo internet de aquella época. Y sí, allí estaba, esperándome. Yo aún no lo sabía –lo descubrí en Viena en 2006– pero aquella no era la primera vez que me encontraba frente a un monumento soviético. Sin embargo, para mí lo fue. Casi como si se tratase de un reencuentro entre viejos conocidos, contemplé con pasión, con verdadero deleite, aquella estatua del soldado del Ejército Rojo. Observé con semblante extático, igual que si estuviese rezando, las letras doradas del alfabeto cirílico insertadas sobre el mármol del pedestal, apenas iluminadas por los faros de los coches. Eran mis primeras frases en ruso leídas sobre un monumento. Queriendo absorber por los ojos toda aquella materia, fijé mi mirada en las columnas que había alrededor de la estatua, en los dos tanques que flanqueaban la entrada y en los árboles del parque que había justo detrás. Descubrí unas fotografías, las de su inauguración y las de la inauguración del memorial en Treptow, en una pequeña exposición al aire libre en la parte posterior del conjunto. Fue el éxtasis, la culminación de un sueño. No pude hacer fotos con mi vieja cámara analógica porque ya era de noche. Excitado, me movía de un lado para otro intentando captar con detalle cada estímulo perceptible en medio de las sombras. Quería fijar en mi interior aquel instante que sabía que no olvidaría jamás. Y así lo hice.
A continuación me dirigí hacia el Reichstag por un sendero que atravesaba el bosque del Tiergarten. Rodeé el edificio, pasé de nuevo frente a la puerta de Brandenburgo y fui hasta la Potsdamer Platz por la Ebertstrasse, volviendo a recorrer, sin poder impedirlo, el mismo trazado que seguimos en el verano de 2003. Desde allí, regresé sobre mis pasos y giré a la derecha en la Behrenstrasse y otra vez a la derecha en la Friedrichstrasse, hasta el Checkpoint Charlie. Después de unos pocos minutos contemplando aquel lugar, sin las hordas de turistas que inundan, sobre todo en verano, sus alrededores, regresé a la avenida Unter del Linden. Y, desde aquella esquina, fui caminando hasta la estación de metro en la Alexanderplatz, donde la línea U5 me llevó a la Frankfurter Tor, al lado del hotel. Hubiese seguido deambulando por aquellas calles durante horas, dejándome llevar como un flâneur atraído por los estímulos históricos y sentimentales de aquel espacio urbano inconmensurable. Rememorando el pasado, deleitándome con las segundas oportunidades que nos ofrece la vida y con la posibilidad de ser más nosotros mismos, de guiarnos por voces interiores hacia nuestro destino. Resarciéndome, en definitiva, de antiguos sufrimientos. En el hotel me duché, me metí en la cama y me puse a ver en la televisión las noticias sobre el Tsunami que días atrás había asolado una parte de la costa asiática. Sin embargo, en el fondo de mi mente, deseaba que amaneciese lo antes posible para lanzarme a ese viaje en el tiempo que justo acababa de comenzar.
Mayakovski
Subí a mi habitación y deshice la maleta con el equipaje para una semana que había traído conmigo. A continuación, me puse el anorak y salí a la calle con la intención de dar un pequeño paseo iniciático e improvisado por aquel paraíso de la arqueología comunista. Torcí a la izquierda por la Warschauer Strasse y, en la Frankfurter Tor, giré de nuevo a la izquierda en la mítica Kart-Marx-Allee, cuyo nombre, y el hecho de estar caminando por ella, me evocó unas sensaciones que hasta aquel momento yo no había sentido nunca. Me veía a mí mismo como parte de la historia en mayúsculas. Un viajero en el tiempo, en el tiempo histórico y en el de mi propia vida. Recuerdo que comenzó a oscurecer y que lloviznaba, y que el cielo estaba encapotado. Como una pesada losa de cementerio, sentía su fuerza sobre mi cabeza. Debido a que había preparado el viaje con absoluta minuciosidad, me orientaba por aquel barrio como si hubiese vivido allí desde siempre. Llevaba en el bolsillo el plano de Berlín que habíamos comprado en el verano de 2003, un mapa que era famoso entre los turistas por estar plegado de una forma muy especial, como si se tratase de una figura de papiroflexia. Ese plano me recordó aquel verano que parecía prometedor y que acabó siendo un completo desastre. Mientras caminaba en dirección hacia la Alexanderplatz, me llamó la atención el ruido de unas pancartas agitadas por el viento que pendían de una fachada. Parecía un paisaje apocalíptico, como si en ese lugar el tiempo se hubiese detenido desde hacía años. La perspectiva trazada por los edificios estalinistas a ambos lados de la avenida era estremecedora. Prácticamente no pasaba nadie por la calle, ni siquiera coches. La grisura del cielo y aquella ventisca helada me transportaron mentalmente a otro universo simbólico, a aquel que no había conocido, ni conocería nunca, de la RDA.
Llegué a la Alexanderplatz y contemplé de nuevo aquel paisaje urbano inmenso tal como lo había hecho la primera vez que estuve allí, aunque en unas circunstancias personales muy diferentes. Me sentí eufórico y desolado a la vez, aunque también liberado. Comenzaba a comprender que la vida consiste en ir pasando página día tras día. En dejar atrás todo lo que nos sucede con la mayor serenidad y objetividad posibles. Y que en aquel momento debía superar la extrañeza que suponía volver a recorrer en soledad el mismo espacio que meses antes había compartido con una persona que lo era casi todo para mí y que ahora ya no tenía relación alguna conmigo. Estas paradojas e incertidumbres me han acompañado a lo largo de toda mi vida, y nunca he sabido por qué. Una vez leí que podría tratarse de una sensación de pérdida constante, iniciada en la infancia, nunca superada. Aunque he vivido este desasosiego en diferentes estadios de comprensión, unos más nítidos que otros, ahora son el epicentro de las pasiones que exploto intelectualmente hasta hacerlas el eje de mi existencia emocional. Aquel día, plantado en medio de la Alexanderplatz, pensé en todo ello con un nudo en la garganta. Recordé las ilusiones frustradas, las alegrías reprimidas, los abrazos, aquel calor que hacía tanto tiempo que no sentía. Y lo eché de menos. Hasta tal punto que decidí no volver a sufrir nunca más y, de ahí en adelante, evitar el sufrimiento en la medida de lo posible. Ese paseo, y otros muchos que hice aquellos días, fueron en cierta manera catárticos. En aquel momento no lo sabía pero aún me quedaba un gran trecho hasta alcanzar la estabilidad emocional que me permitiese ser medianamente feliz. Todo eso pensé aquel 2 de enero de 2005, a eso de las cinco de la tarde, en la antigua capital de la RDA, en medio de una fina lluvia, azotada por el aire, en la oscuridad invernal de Berlín.
En medio de ese proceso purificador, decidí reseguir el mismo camino por el cual, diecisiete meses atrás y en sentido inverso, ella y yo habíamos llegado hasta aquel lugar. Hice una llamada a casa desde la estación de la S-Bahn de la Alexanderplatz. Seguidamente, rodeé el gigantesco Fernsehturm –la torre de televisión– y pasé junto a las dos estatuas del Marx-Engels Forum. Dejé a la izquierda el fantasmagórico edificio abandonado del Palast der Republik, que seguía tal como lo vimos por primera vez, durante la visita a la Berliner Dom. Tomé la Kart-Liebnecht-Strasse y la Unter den Linden hacia la Pariser Platz, con la puerta de Brandenburgo enmarcando el paisaje que hay más allá del antiguo Berlín Este. Justo en ese trecho de calle me vinieron a la memoria un montón de recuerdos. La sensación irrepetible de haber compartido una pasión –o por lo menos eso creía yo– en un juego casi inocente. De haber ido de la mano en una aventura infantil. La falsa corazonada, en definitiva, de habernos compenetrado en un algo que después resultó no ser nada. El amor y el odio, el cariño y la indiferencia, siempre juntos.
A partir de ese punto de la calle noté que lo que venía a continuación pertenecía al presente, que no tenía nada que ver con todo aquello que estaba recordando. Porque durante aquellos días de verano, disfrazados de turistas, apenas habíamos ido más allá de la puerta de Brandenburgo. A través de este mítico propileo, me encaminé por la Strasse des 17. Juni con la intención de ver, en la penumbra, el monumento soviético del Tiergarten, descubierto en mi nueva guía de viaje y en alguna foto del primitivo internet de aquella época. Y sí, allí estaba, esperándome. Yo aún no lo sabía –lo descubrí en Viena en 2006– pero aquella no era la primera vez que me encontraba frente a un monumento soviético. Sin embargo, para mí lo fue. Casi como si se tratase de un reencuentro entre viejos conocidos, contemplé con pasión, con verdadero deleite, aquella estatua del soldado del Ejército Rojo. Observé con semblante extático, igual que si estuviese rezando, las letras doradas del alfabeto cirílico insertadas sobre el mármol del pedestal, apenas iluminadas por los faros de los coches. Eran mis primeras frases en ruso leídas sobre un monumento. Queriendo absorber por los ojos toda aquella materia, fijé mi mirada en las columnas que había alrededor de la estatua, en los dos tanques que flanqueaban la entrada y en los árboles del parque que había justo detrás. Descubrí unas fotografías, las de su inauguración y las de la inauguración del memorial en Treptow, en una pequeña exposición al aire libre en la parte posterior del conjunto. Fue el éxtasis, la culminación de un sueño. No pude hacer fotos con mi vieja cámara analógica porque ya era de noche. Excitado, me movía de un lado para otro intentando captar con detalle cada estímulo perceptible en medio de las sombras. Quería fijar en mi interior aquel instante que sabía que no olvidaría jamás. Y así lo hice.
A continuación me dirigí hacia el Reichstag por un sendero que atravesaba el bosque del Tiergarten. Rodeé el edificio, pasé de nuevo frente a la puerta de Brandenburgo y fui hasta la Potsdamer Platz por la Ebertstrasse, volviendo a recorrer, sin poder impedirlo, el mismo trazado que seguimos en el verano de 2003. Desde allí, regresé sobre mis pasos y giré a la derecha en la Behrenstrasse y otra vez a la derecha en la Friedrichstrasse, hasta el Checkpoint Charlie. Después de unos pocos minutos contemplando aquel lugar, sin las hordas de turistas que inundan, sobre todo en verano, sus alrededores, regresé a la avenida Unter del Linden. Y, desde aquella esquina, fui caminando hasta la estación de metro en la Alexanderplatz, donde la línea U5 me llevó a la Frankfurter Tor, al lado del hotel. Hubiese seguido deambulando por aquellas calles durante horas, dejándome llevar como un flâneur atraído por los estímulos históricos y sentimentales de aquel espacio urbano inconmensurable. Rememorando el pasado, deleitándome con las segundas oportunidades que nos ofrece la vida y con la posibilidad de ser más nosotros mismos, de guiarnos por voces interiores hacia nuestro destino. Resarciéndome, en definitiva, de antiguos sufrimientos. En el hotel me duché, me metí en la cama y me puse a ver en la televisión las noticias sobre el Tsunami que días atrás había asolado una parte de la costa asiática. Sin embargo, en el fondo de mi mente, deseaba que amaneciese lo antes posible para lanzarme a ese viaje en el tiempo que justo acababa de comenzar.
Mayakovski
El 'hotel 26', en la Grünberger Strasse. Se trata del alojamiento ideal, por situación y libertad de movimientos, para los apasionados de la huellas soviéticas en Ost-Berlin
La ruta a pie, iniciática y catártica, de aquella tarde-noche del 2 de enero de 2005, entre el barrio de Friedrichshain y el monumento soviético del Tiergarten, pasando por la Alexanderplatz y algunas calles del Mitte
(Fuente: Google Maps 12/01/2015)
El monumento soviético del Tiergarten fotografiado dos días después de aquel 2 de enero, en pleno día aunque con el mismo cielo cubierto que la primera jornada de estancia en Berlín
Nunca te rindas, a veces la última llave es la que abre la puerta
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