jueves, 28 de julio de 2016

"Oxygen in Moscow": el concierto de música más multitudinario de la historia


Ocurrió el 6 de septiembre de 1997, durante las celebraciones del 850º aniversario de la fundación de la ciudad de Moscú. Jean-Michel Jarre, con su espectáculo de música electrónica "Oxygen Tour", consiguió reunir la cifra récord de 3,5 millones de personas frente a la entrada principal del rascacielos estalinista de la Universidad Estatal Lomonósov, en las Léninskiye Gory ("Colinas de Lenin", renombradas dos años más tarde Vorobiovy Gory, "Colinas de los gorriones").

Pese a la magnificencia indiscutible del acontecimiento, esta descomunal asistencia al concierto de Jarre, que fue real, hay que desgranarla añadiendo unos cuantos matices. En la explanada ajardinada del campus, comprendida entre las columnas propileas del edificio, donde se instaló el escenario, y el mirador situado a 220 metros de altura sobre el río Moscova, se congregaron tan solo medio millón de espectadores (no había espacio para más), una séptima parte de la cantidad de asistentes oficialmente contabilizados. El resto se repartió por las inmediaciones del lugar o se emplazaron en zonas muy alejadas del collado donde se encuentra el rascacielos. Entre estos últimos, muchos tuvieron que contemplar -o intuir- el montaje del músico francés desde las calles que hay más allá del estadio Luzhnikí, situado a una distancia de 2 kilómetros en línea recta del edificio universitario. Algunas fuentes afirmaron en su día que, en momentos puntuales, 5 millones de personas siguieron en directo el espectáculo de Jean-Michel Jarre, la mitad de la población que vivía en aquel entonces en la capital rusa.

Aunque las noticias sobre lo sucedido aquella noche han quedado convenientemente ocultadas en una opacidad de la cual se renegaba en tiempos soviéticos, testimonios de asistentes al evento hablan de actos de vandalismo, saqueos masivos, transportes públicos colapsados, autopistas y carreteras bloqueadas, peleas multitudinarias, coches destrozados, escenas de pánico y, como consecuencia de todo ello, un número indeterminado de personas fallecidas por asfixia y aplastamiento. La organización, desbordada seguramente por lo novedoso de las circunstancias, falló en sus previsiones. Transcurridos casi veinte años desde entonces, siguen sin conocerse exactamente las consecuencias humanas de aquella fiesta tumultuosa.

Jean-Michel Jarre, gran admirador del pintor Kazimir Malévich, es hijo de Maurice Jarre, el compositor de la famosa banda sonora de la película "Doctor Zhivago", del director británico David Lean. Su guionista, Robert Bolt, se inspiró en la novela homónima del escritor soviético Borís Pasternak, ambientada parcialmente en Moscú. Así pues, en cierta manera el círculo (musical) se cerró esa noche durante los festejos por el aniversario de la ciudad. Para colmo de las casualidades, existe una conexión española en este rompecabezas artístico: el film se rodó en Madrid en 1965 y Jean-Michel, de 68 años de edad, vive en Ibiza desde hace unas cuantas décadas. 


Para entender lo sucedido aquel día hay que situarse en el contexto del país, con la palabra "exceso" como concepto que lo explica casi todo, comenzando por la esencia misma del concierto. El pueblo ruso era en aquella época, seis años después de la desaparición de la URSS, como un niño sobreprotegido y reprimido que salía de un cascarón en el que había estado metido casi tres cuartos de siglo. Algo parecido a un adolescente colocado frente a una mujer desnuda e incitado a las más absurdas y extravagantes formas de onanismo. Borís Yeltsin, su presidente, estaba enfermo del corazón (sufrió un quíntuple baipás en 1996) y aparecía ebrio en la mayoría de los actos oficiales a los que asistía -casi siempre tambaleante, para vergüenza de sus compatriotas-. No se sabe si el ataque de risa que sufrió Bill Clinton en la Casa Blanca en 1995, durante la visita oficial de Yeltsin a los EE.UU., fue por haberle visto tocar el trasero a alguna funcionaria (una costumbre muy arraigada en él) o por el placer de contemplar al gran oso ruso de rodillas y humillado frente al mundo capitalista. Lo cierto es que en aquellos años los ex ciudadanos soviéticos no le hacían ascos a pasarse horas haciendo cola para comer una hamburguesa en el McDonald's de la plaza Pushinskaya. O para comprar productos cuya necesidad les era desconocida una década atrás. El objetivo era parecerse a sus vecinos del Oeste, vistiendo sus pantalones vaqueros e imitando sus costumbres, multiplicándolas por cinco o por veinte, si hacía falta, hasta rozar el ridículo.

Hablamos de la época del gran saqueo del plan de privatizaciones "préstamos por acciones" de Anatoli Chubáis, el mayor expolio institucional de la historia llevado a cabo por miembros corruptos de la corte de Yeltsin. El patrimonio estatal de la URSS, con la excusa de su privatización, fue repartido entre la población rusa en forma de vales gratuitos, pasando a ser los nuevos "propietarios" de los bienes nacionales. A continuación, bancos y oligarcas rusos, financiados con préstamos ventajosos ofrecidos por el mismo Estado, recompraron esos vales a precios irrisorios. Un timo que merece estar entre los más grandes que ha conocido el mundo moderno y que deja las acciones preferentes españolas como un vulgar juego de trileros. La consecuencia de todo aquello es que el 85% del país fue a parar al bolsillo de una minoría que, paradojicamente, había tenido carnet del PCUS o del Komsomol soviético.  

Era la Rusia del golpe de Estado de Yeltsin en septiembre de 1993 para frenar a sus detractores en el parlamento, con el silencio cómplice de la Unión Europea y los EE.UU. O la del pucherazo electoral de 1996, cuando los comunistas de Ziugánov obtuvieron más votos que el partido del presidente alcohólico pero fueron alejados del poder mediante la manipulación en el recuento de votos. Y todo ello pese a la campaña de desinformación que padecieron los rusos durante ese año, fruto de los 500 millones de dólares que recibió Yeltsin del sector privado -cuando el máximo estipulado por ley era de 3 millones- y que invirtió en publicidad televisiva, alertando de la "vuelta al totalitarismo" si no se le votaba a él (en España sabemos mucho de estos miedos atávicos). Era, en definitiva, la Rusia de los diez millones de personas que desaparecieron del censo durante esa década, y de los cuales aún no se tiene noticia.


Las escenas de jóvenes rusos bailando esa noche como chamanes animistas, con un estilo más propio de un concierto de Jim Morrison en los años sesenta, o agarrados como si acabasen de ganar la Segunda Guerra Mundial -un pueblo no se vuelve cosmopolita en apenas un lustro-, son una buena muestra de ese momento histórico que estaba viviendo el país. El festival "Monsters of Rock" celebrado en el aeropuerto de Tushino (Moscú) en septiembre de 1991, un mes después del golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov, fue la antesala de lo que vendría a partir de la inminente disolución de la URSS, ocurrida en diciembre de ese mismo año. Supuso el inicio de una serie de desmanes y de comportamientos excesivos -en todos los sentidos, como hemos visto- que duraron hasta la llegada al poder de Vladímir Putin.

"Oxygen in Moscow" fue un montaje lleno de excentricidades y contrastes que, en lugar de ensalzar la nueva Rusia democrática y postsoviética, como se supone que pretendían sus organizadores, sirvió de homenaje inintencionado a la estética revolucionaria de la década de los años veinte y treinta. Con el edificio estalinista de la Universidad Lomósonov como monumental y megalómano telón de fondo, por su fachada desfilaron proyecciones luminosas de cosmonautas soviéticos, estrellas rojas de cinco puntas, representaciones populares de la vanguardia constructivista y rótulos artísticos de Aleksandr Ródchenko (entre ellos, el magistral del "Mosselprom"). Hubo incluso una conexión en directo con la nave espacial soviética MIR. Ni en tiempos del realismo socialista se hubiesen podido imaginar un espectáculo propagandístico como éste. El por entonces alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, hizo de improvisado pregonero ataviado con una gorra leninista con la que parecía recién llegado a Petrogrado procedente del exilio. Para acabar de reforzar estas referencias simbólicas presentes aún en el imaginario del pueblo ruso, la música de Jean-Michel Jarre remitió a muchos de los asistentes a las composiciones electrónicas de Eduard Artemiev y, cómo no, a las películas de su amigo Andrei Tarkovsky.

Si querían resquebrajar el alma rusa de los moscovitas, posiblemente consiguieron lo contrario. De ahí que ahora, dos décadas después, estemos viviendo un retorno fulgurante a las esencias nacionalistas de Stalin y Nicolás II, de Pedro el Grande e Iván el Terrible, en esta amalgama ideológica tan delicada en el actual contexto internacional, pero evidente, y en cierta manera lógica, a los ojos de cualquier conocedor de la historia reciente de Rusia.

Mayakovski





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