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Cementerios y memoriales soviéticos en Berlin
Cementerios y memoriales soviéticos en Berlin
Una de las sensaciones más estimulantes para los flâneurs que gustan de vagar por las ciudades de todo el mundo es la que proviene de la percepción de las ausencias, del vacío humano en un contexto físico conocido, sobre todo en lugares donde la Historia ha dejado impresa una huella indeleble. Y no hay una urbe más baudelairiana que Berlín, la arcadia de los paseantes.
El día 3 de enero de 2005 se despertó tan nublado y frío como lo había estado la tarde anterior, la de mi llegada a la ciudad. Salí de mi hotel a primera hora de la mañana sintiendo la típica emoción del viajero que sabe que está a punto de enfrentarse a un sinfín de estímulos desafiantes. Desde la Grünberger Strasse, la calle del hotel, torcí a la derecha por la Warschauer Strasse en dirección sur. En aquella amplia avenida, perteneciente antiguamente a la Alemania del Este, un paso elevado sobre las vías del tren dejó frente a mí, por el lado izquierdo, un inmenso paisaje industrial lleno de fábricas con fachadas de ladrillo visto. Mi imaginación convirtió inmediatamente aquel panorama en un escenario proletario de comienzos del siglo XX. Unas fotografías encontradas en internet muchos años después me confirmaron que esos desvaríos no lo eran tanto. Aquel lugar apenas había cambiado.
Mimetizado con ese entorno desconocido, crucé el río Spree por el maravilloso Oberbaumbrücke, el puente de ladrillo rojo, con dos torres en su parte central, construido en 1896.
Continué andando por la Schlesische Strasse y la Puschkinallee –un odónimo con reminiscencias rusas– en dirección hacia el Treptower Park, cuyos árboles se hacen visibles un centenar de metros antes de pisar su alfombra verde. En este parque se halla el Sowjertisches Ehrenmal Treptow, un espacio mítico en la historia bélica de la Unión Soviética y de la Alemania Oriental. Estaba a punto de encontrarme con uno de los lugares más impresionantes que he visto en toda mi vida. Quizás no el más grandilocuente pero sí el más simbólico y emotivo, por lo menos para mí.
Accedí al interior del memorial por una entrada situada en el lado norte del parque. Aquel espacio, sin nadie visitándolo a esas horas de la mañana, parecía trasladado directamente desde otra época, con un silencio que resultaba incluso amenazador. Vi un coche patrulla de la polizei aparcado en una explanada, justo en la entrada del monumento. Me sentí observado y temí que mi presencia en aquel lugar desolado me acarrease algún problema con la ley. Afortunadamente, no fue así. Me dirigí por un paseo embaldosado hacía lo que parecía un triángulo vertical partido por la mitad. Fue entonces cuando pude disfrutar de uno de los momentos más mágicos de mi vida: la visión de un enorme símbolo comunista, la hoz y el martillo, grabado en un muro de color rojizo. Nunca hasta aquel momento había podido contemplar personalmente aquel emblema desnudo de cualquier otro ornamento alegórico. Lo que había en aquella pared era algo auténtico, no se trataba de una representación artificial con el fin de explicar un hecho del pasado. Era un símbolo esculpido en una época en la que aún tenía un significado ideológico. Y lo colocaron allí pensando que lo que representaba perduraría para siempre. La tarde previa había estado en el memorial soviético del Tiergarten, un monumento en el que hoces y martillos forman parte de un tupido collage más confuso y diverso. Además, había anochecido cuando lo visité y apenas pude ver nada. Sin embargo, aquello que veía en el Treptower Park era original y tenía carácter. Me di cuenta entonces de que con aquella visita estaba interiorizando para siempre un fragmento de la memoria colectiva a la cual yo pertenecía. Tenía razón Walter Benjamín cuando afirmaba que cada objeto guarda en su interior una parte de la historia. La contemplación de un símbolo con semejante carga nostálgica resultó ser un momento realmente excepcional en mi vida. Plantado en aquel oasis silencioso, en medio del paisaje urbano de Berlín, me sentí como fulminado por un rayo. Porque con lo que me topé realmente ese día fue conmigo mismo en otra época de mi vida: era el final de trayecto de un viaje en el tiempo hacia mi propio encuentro.
El Sowjertisches Ehrenmal Treptow fue construido en 1949 como memorial soviético de la Gran Guerra Patria. Conservado hoy en día prácticamente inalterado, tiene forma de rectángulo con un semicírculo en uno de sus costados cortos. Se encuentra limitado, en el lado oeste, por ese peculiar muro rojizo y, en el este, el semicircular, por un montículo con una estatua en lo alto. Dieciséis sarcófagos colocados simétricamente rodean el camino que a su vez circunda un parterre rectangular ornamentado con césped, setos y lápidas. Esos dieciséis cenotafios simbolizan –simbolizaban en aquel entonces– cada una de las repúblicas que formaban parte de la Unión Soviética, las quince más conocidas y también la RSSA de Carelia, reorganizada en 1956.
En la segunda imagen, el segundo por la izquierda es el escultor soviético Yevgeni Vuchétich, autor de la estatua del soldado con el niño en brazos. La fotografía fue tomada el 8 de mayo de 1949
Nada más descender por las suaves escalinatas que conducen hasta ese camino que da la vuelta a todo el memorial, una atmósfera gélida me golpeó con fuerza, y no solo por el frío que hacía esa mañana. En medio de aquel silencio, adornado con el gorjeo de los cuervos, comencé la sesión de fotos que debía inmortalizar aquella mañana tan plena de emociones. Ese sería, por cierto, el último viaje en el que usaría mi vieja cámara analógica, una cámara que ahora descansa para siempre en el fondo de una caja donde reposan los recuerdos de mis aventuras por todo el mundo. Comencé a sacar instantáneas de forma casi frenética, intentando captar cada centímetro de aquel lugar, desde todos los ángulos posibles. Mirando a través del visor me hice una perfecta composición de aquel espacio, percibiendo su increíble simetría. Me di cuenta de que había realmente dos muros de color rojo y de que cada uno de ellos tenía una hoz y un martillo grabados en una esquina. Aunque había leído en mi guía de viaje que, según una leyenda, ese mármol rojizo provenía de la Cancillería de Hitler, no fue hasta pasadas unas cuantas semanas cuando averigüé que ambas paredes tienen forma de banderas soviéticas rindiendo honores. Sin embargo, aquel día fui incapaz de intuir esas formas. La combinación de grandiosidad, equilibrio y soledad me pareció avasalladora. Generaba una sensación, buscada evidentemente por los arquitectos, de solemnidad. En la esquina de cada bandera de piedra vi dos estatuas representando a dos soldados haciendo una genuflexión, con el casco en la mano. No recuerdo si las toqué, ni si pasé la mano por el mármol. Comencé a caminar alrededor del jardín central en sentido antihorario. Pasé junto a los sarcófagos de piedra donde sobresalían altorrelieves con el rostro de Lenin e inscripciones en alemán y ruso con el nombre de Stalin en la parte inferior. Todo perfectamente conservado, sin una letra borrada ni una pintada ensuciando las paredes, mancillando la memoria de los que allí reposan. Porque el Sowjertisches Ehrenmal Treptow es, ante todo, un gran cementerio de soldados del Ejército Rojo. Unos cinco mil cuerpos se encuentran enterrados en ese lugar.
En aquel instante observé que estaba acompañado por otra persona, de que había alguien más en el parque, un joven visitante que miraba todo aquello con los mismos ojos de asombro que yo. Han pasado muchos años desde entonces y ciertas reacciones por mi parte me resultan ahora mismo difíciles de entender. No recuerdo el motivo, pero lo cierto es que evité tropezarme con aquel desconocido e hice todo lo posible por evitarlo. Me llegué a alegrar de que desapareciera de allí después de hacer el mismo recorrido que yo. En lugar de compartir una experiencia como aquella, prefería eludir todo contacto social, como si fuese a robarme parte de las sensaciones que aquel lugar me estaba generando. Quizás el problema era simplemente la barrera idiomática, no lo sé. Lo cierto es que completé la vuelta a aquel ruedo subiendo a lo alto del montículo donde está la estatua del soldado soviético, un miembro del Ejército Rojo que sostiene una niña con un brazo y sujeta una espada con la otra. No lo sabía entonces, pero años más tarde logré localizar una estatua de su mismo autor, Yevgeni Vuchétich, en un parque de Moscú. Una estatua defenestrada en tiempos de la contrarrevolución de finales de los ochenta: la de Félix Dzerzhinski. Aquel 3 de enero, en Berlín, no sospechaba hasta donde me llevaría mi pasión por todo lo soviético. Muchas de las historias sobre este lugar las he conocido mucho después a través de innumerables lecturas y búsquedas por internet. Por ejemplo, que el de la estatua pudo haber sido Masalov Nikolai Ivanovich (1921-2001), un soldado que salvó a una niña alemana el 30 de abril de 1945, el día del asalto a la Cancillería. Una historia real, celebrada con este monumento, que los más reaccionarios en Occidente se han dedicado a negar sistemáticamente pese a la documentación existente que demuestra su veracidad. A pesar de mi ignorancia en 2005 sobre todos aquellos datos históricos, subir hasta aquel túmulo fue un momento culminante, superado solamente, tan solo año y medio después, por la excursión a pie hasta lo alto de Mamáyev Kurgán de Stalingrado.
Abandoné el parque Treptower por un acceso en el lado sur del recinto, a través de un arco decorado con una hoz y un martillo de piedra bajo las fechas 1941-1945. Una vez en la calle, me dirigí en dirección noroeste hasta desembocar de nuevo en la esquina formada por la Schlesische Strasse y la Puschkinallee. Debían ser las once de mañana, más o menos. Creo que en ese instante una parte del viaje, de cualquier viaje relacionado con este capítulo de mi vida, se había acabado para siempre.
Mayakovski
El día 3 de enero de 2005 se despertó tan nublado y frío como lo había estado la tarde anterior, la de mi llegada a la ciudad. Salí de mi hotel a primera hora de la mañana sintiendo la típica emoción del viajero que sabe que está a punto de enfrentarse a un sinfín de estímulos desafiantes. Desde la Grünberger Strasse, la calle del hotel, torcí a la derecha por la Warschauer Strasse en dirección sur. En aquella amplia avenida, perteneciente antiguamente a la Alemania del Este, un paso elevado sobre las vías del tren dejó frente a mí, por el lado izquierdo, un inmenso paisaje industrial lleno de fábricas con fachadas de ladrillo visto. Mi imaginación convirtió inmediatamente aquel panorama en un escenario proletario de comienzos del siglo XX. Unas fotografías encontradas en internet muchos años después me confirmaron que esos desvaríos no lo eran tanto. Aquel lugar apenas había cambiado.
Bajando por la Warschauer Strasse, desde las vías del tren se puede ver un paisaje industrial que no ha cambiado excesivamente (fotografías de 1930 y 2005)
Accedí al interior del memorial por una entrada situada en el lado norte del parque. Aquel espacio, sin nadie visitándolo a esas horas de la mañana, parecía trasladado directamente desde otra época, con un silencio que resultaba incluso amenazador. Vi un coche patrulla de la polizei aparcado en una explanada, justo en la entrada del monumento. Me sentí observado y temí que mi presencia en aquel lugar desolado me acarrease algún problema con la ley. Afortunadamente, no fue así. Me dirigí por un paseo embaldosado hacía lo que parecía un triángulo vertical partido por la mitad. Fue entonces cuando pude disfrutar de uno de los momentos más mágicos de mi vida: la visión de un enorme símbolo comunista, la hoz y el martillo, grabado en un muro de color rojizo. Nunca hasta aquel momento había podido contemplar personalmente aquel emblema desnudo de cualquier otro ornamento alegórico. Lo que había en aquella pared era algo auténtico, no se trataba de una representación artificial con el fin de explicar un hecho del pasado. Era un símbolo esculpido en una época en la que aún tenía un significado ideológico. Y lo colocaron allí pensando que lo que representaba perduraría para siempre. La tarde previa había estado en el memorial soviético del Tiergarten, un monumento en el que hoces y martillos forman parte de un tupido collage más confuso y diverso. Además, había anochecido cuando lo visité y apenas pude ver nada. Sin embargo, aquello que veía en el Treptower Park era original y tenía carácter. Me di cuenta entonces de que con aquella visita estaba interiorizando para siempre un fragmento de la memoria colectiva a la cual yo pertenecía. Tenía razón Walter Benjamín cuando afirmaba que cada objeto guarda en su interior una parte de la historia. La contemplación de un símbolo con semejante carga nostálgica resultó ser un momento realmente excepcional en mi vida. Plantado en aquel oasis silencioso, en medio del paisaje urbano de Berlín, me sentí como fulminado por un rayo. Porque con lo que me topé realmente ese día fue conmigo mismo en otra época de mi vida: era el final de trayecto de un viaje en el tiempo hacia mi propio encuentro.
El Sowjertisches Ehrenmal Treptow fue construido en 1949 como memorial soviético de la Gran Guerra Patria. Conservado hoy en día prácticamente inalterado, tiene forma de rectángulo con un semicírculo en uno de sus costados cortos. Se encuentra limitado, en el lado oeste, por ese peculiar muro rojizo y, en el este, el semicircular, por un montículo con una estatua en lo alto. Dieciséis sarcófagos colocados simétricamente rodean el camino que a su vez circunda un parterre rectangular ornamentado con césped, setos y lápidas. Esos dieciséis cenotafios simbolizan –simbolizaban en aquel entonces– cada una de las repúblicas que formaban parte de la Unión Soviética, las quince más conocidas y también la RSSA de Carelia, reorganizada en 1956.
En la segunda imagen, el segundo por la izquierda es el escultor soviético Yevgeni Vuchétich, autor de la estatua del soldado con el niño en brazos. La fotografía fue tomada el 8 de mayo de 1949
En aquel instante observé que estaba acompañado por otra persona, de que había alguien más en el parque, un joven visitante que miraba todo aquello con los mismos ojos de asombro que yo. Han pasado muchos años desde entonces y ciertas reacciones por mi parte me resultan ahora mismo difíciles de entender. No recuerdo el motivo, pero lo cierto es que evité tropezarme con aquel desconocido e hice todo lo posible por evitarlo. Me llegué a alegrar de que desapareciera de allí después de hacer el mismo recorrido que yo. En lugar de compartir una experiencia como aquella, prefería eludir todo contacto social, como si fuese a robarme parte de las sensaciones que aquel lugar me estaba generando. Quizás el problema era simplemente la barrera idiomática, no lo sé. Lo cierto es que completé la vuelta a aquel ruedo subiendo a lo alto del montículo donde está la estatua del soldado soviético, un miembro del Ejército Rojo que sostiene una niña con un brazo y sujeta una espada con la otra. No lo sabía entonces, pero años más tarde logré localizar una estatua de su mismo autor, Yevgeni Vuchétich, en un parque de Moscú. Una estatua defenestrada en tiempos de la contrarrevolución de finales de los ochenta: la de Félix Dzerzhinski. Aquel 3 de enero, en Berlín, no sospechaba hasta donde me llevaría mi pasión por todo lo soviético. Muchas de las historias sobre este lugar las he conocido mucho después a través de innumerables lecturas y búsquedas por internet. Por ejemplo, que el de la estatua pudo haber sido Masalov Nikolai Ivanovich (1921-2001), un soldado que salvó a una niña alemana el 30 de abril de 1945, el día del asalto a la Cancillería. Una historia real, celebrada con este monumento, que los más reaccionarios en Occidente se han dedicado a negar sistemáticamente pese a la documentación existente que demuestra su veracidad. A pesar de mi ignorancia en 2005 sobre todos aquellos datos históricos, subir hasta aquel túmulo fue un momento culminante, superado solamente, tan solo año y medio después, por la excursión a pie hasta lo alto de Mamáyev Kurgán de Stalingrado.
La tercera fotografía corresponde a un acto de homenaje de la organización de Pioneros de la RDA celebrado en el mes de julio de 1989
Abandoné el parque Treptower por un acceso en el lado sur del recinto, a través de un arco decorado con una hoz y un martillo de piedra bajo las fechas 1941-1945. Una vez en la calle, me dirigí en dirección noroeste hasta desembocar de nuevo en la esquina formada por la Schlesische Strasse y la Puschkinallee. Debían ser las once de mañana, más o menos. Creo que en ese instante una parte del viaje, de cualquier viaje relacionado con este capítulo de mi vida, se había acabado para siempre.
Mayakovski
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