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El espía que me amó: Charlotte Philby vuelve a Moscú en busca de su abuelo Kim Philby
Traducción del artículo The spy who loved me: Charlotte Philby returns to Moscow in search of her grandfather Kim Philby publicado en The Independent el sábado 6 de marzo de 2010.
1912 Harold Adrian Russell 'Kim' Philby nace el 1 de enero en Ambala, India, hijo de Dora y St John.
1925 Asiste a la Escuela Westminster de Londres.
1929 Entra en el Trinity College de Cambridge. Se une a la Sociedad Socialista de la Universidad de Cambridge. Conoce a Guy Burgess, Donald Maclean, Anthony Blunt y John Cairncross.
1933 Deja Cambridge como un comunista convencido. Va a Viena para servir allí a la causa.
1934 Se casa con la judía comunista Litzi Friedmann. De regreso en Inglaterra, comienza a encubrir su pasado, uniéndose a la Asociación de Amistad Anglo-Alemana y editando su revista pro-Hitler.
1937 Se une a The Times como corresponsal en el extranjero. En España, informa sobre la Guerra Civil desde el bando del general Franco, quien le otorga la Cruz Roja al Mérito Militar.
1940 Es reclutado por los servicios secretos británicos y se une al Servicio Secretos de Inteligencia (SIS) bajo la supervisión de Guy Burgess.
1941 Es transferido a la subsección ibérica del SIS. Se hace cargo de la inteligencia británica en España y Portugal.
1942 Se casa con Aileen Furse, con quien tiene dos hijas y tres hijos. Su área de responsabilidad se amplia al Norte de África y al espionaje italiano.
El espía que me amó: Charlotte Philby vuelve a Moscú en busca de su abuelo Kim Philby
Traducción del artículo The spy who loved me: Charlotte Philby returns to Moscow in search of her grandfather Kim Philby publicado en The Independent el sábado 6 de marzo de 2010.
El brillante 4x4 negro retumba mientras avanza
lentamente a través del cementerio. En
los últimos días, pesadas capas de nieve
se han depositado en las
llanuras de Moscú y a ambos
lados de nuestra carretera el
suelo es de un blanco deslumbrante.
Los dos hombres que asoman en
los asientos
delanteros –mis
guardias de honor– permanecen en
silencio, entrecerrando los ojos contra la luz del sol que se cuela a
través de las copas de los árboles.
Finalmente,
el coche se detiene y el conductor, mirándome
por su espejo retrovisor, asiente.
Sin decir una palabra, sale del coche con
su larga
gabardina oscura y sus
zapatos de cuero pulido, abriéndome
la puerta trasera para
que le siga.
Mientras la brisa
gélida golpea nuestras mejillas, apunta hacia una tumba ligeramente
elevada: “La
mamá de Yeltsin”, explica. Caminamos en
silencio; los demás se detienen, inclinando la cabeza, mientras me
sitúo frente a
otra tumba
situada unos
metros más allá.
Aunque esta
es la primera vez que estoy frente al
lugar donde reposan los restos de
mi abuelo, lo
reconozco al instante. Ya
había
visto la lápida
–alta y pulida,
con la inscripción en cirílico
y la imagen de su rostro grabada
en la superficie–
en fotografías familiares o en
recortes de prensa. También
su cuerpo frío –adornado
con medallas– en un ataúd abierto, con
guardias armados a
ambos lados,
así como el
cortejo fúnebre multitudinario caminando a
través del cementerio de Kuntsevo hacia
este mismo lugar.
A
los seis años de
edad miraba todas
esas fotos advirtiendo
que había algo peculiar
en el abuelo Kimsky. Hoy, de pie frente al
lugar donde descansa para
siempre, rodeada
por ex primeros
ministros y
héroes nacionales, en un cementerio aislado a
las afueras de Moscú y
con dos perfectos extraños asomando
por detrás de
mí, rememoro una
vez más lo diferente que fue.
Además de
ser mi abuelo –a quien recuerdo, de mis
viajes de infancia a Rusia, como un hombre viejo y divertido, con una
sonrisa radiante, que se vestía casi exclusivamente con
chalecos blancos y tirantes– Kim Philby,
a día de hoy, sigue siendo uno de los agentes dobles más
importantes de
la historia moderna. En 1963, después de haber sido identificado
en Gran Bretaña como el famoso “tercer
hombre” del
Círculo de
Espías
de Cambridge, Kim huyó a Moscú, para no
volver a poner los pies nunca más en
el otro lado del
Telón de Acero.
Desde
entonces ha habido
numerosos intentos de entender cómo este
alumno sociable de
escuelas públicas inglesas y
sus compañeros espías de Cambridge –Guy Burgess, Donald Maclean,
Anthony Blunt y John Cairncross– pudieron
ser persuadidos
para traicionar a
su país y engañar a sus
familiares y
amigos. Y a cada nuevo
capítulo, la historia evoluciona
y la respuesta se
hace cada vez menos clara: cuanto más se
profundiza en su
personaje, más esquivo se vuelve.
Ahora, en
un esfuerzo por
poner un poco de orden en la comprensión
que tengo sobre
mi abuelo, para aclarar la imagen caleidoscópica que sobre
él se ha formado en mi mente, he vuelto
por primera vez, ya como
adulta, al país
donde vivió los últimos 25 años de su vida en el exilio político.
Es
mi tercer día en Rusia. A media mañana, envuelta
en el viejo sombrero de oso de Kim y un abrigo a juego (con
este frío no
tiene sentido reivindicar aquí
los derechos de
los animales), me pongo en
camino desde mi
hotel. Conmigo llevo
un mapa y suficiente dinero para poder
pagar el metro y
el taxi que voy a
tener que coger
desde la estación hasta el cementerio situado
junto a la autopista Mozhaisk.
Dos horas
más tarde, azotada
por el viento y prácticamente congelada
de pies a cabeza,
llego al concurrido
cementerio en
cuya puerta, con la esperanza de que
el guarda pueda indicarme la dirección
correcta, garabateo
el nombre de mi abuelo y la palabra “comunista” en un pañuelo
de papel a la vez
que le muestro mi
permiso de
conducir.
Cuando por
fin dejo claro
que he venido desde Inglaterra para
visitar la tumba de mi abuelo Kim Philby –el
agente soviético que fue enterrado como un
héroe en algún lugar de este cementerio
a finales de los
años ochenta–, el
viejo
guarda comienza
a gritar y me conduce
a una oficina a
través de una puerta privada. Allí
le explica la
historia a un
hombre alto, vestido con
una gabardina oscura, que se
identifica como
el “jefe”.
Éste, a su vez,
me hace salir fuera
en dirección hacia
un flamante Range
Rover con ventanas ennegrecidas.
Unos
segundos después,
cruzamos el
cementerio a toda velocidad con el
conductor haciendo varias llamadas telefónicas
por el camino, cada una
consistente en
unas pocas frases cortas. A continuación,
giramos
por diferentes calles llenas de tumbas hasta
el camino principal,
controlado por guardias
armados. Cuando divisan nuestro
coche, los hombres se mueven de
sus puestos, saludando y haciendo zumbar
las puertas eléctricas; uno de ellos salta
al asiento
delantero y pide instrucciones mientras nos
ponemos de nuevo en
marcha.
Cinco
minutos más tarde, estoy mirando la
sombra de un árbol alto y sin
hojas que se extiende
sobre la nieve, en el camino frente a la
tumba de mi abuelo. Y
me pregunto
quién habrá
estado aquí en las últimas horas y colocado
un montón de flores de brillantes
colores en la
base del sepulcro.
Charlotte Philby, de pequeña, con su abuelo Kim, durante una de las visitas familiares a su apartamento de Moscú
Hay
muchas cosas que
sé sobre él
con total
certeza.
Los hechos básicos, después de todo, están bien documentados. Kim
fue reclutado para
la causa comunista cuando era un estudiante
en la Universidad de Cambridge. Después
de su graduación en 1933, viajó a Viena para servir en
la organización comunista internacional “Comintern”,
que era ilegal en Austria. En su bolsillo
portaba únicamente las 100 libras
esterlinas que le había dado su padre, que
también se había graduado
en esa
misma universidad.
St.
John, un inconformista como su hijo,
se había unido al Servicio Británico
de Relaciones Exteriores en 1917,
cuando Kim contaba
cinco años de edad. Fue
un oficial de la Función Pública de la
India que se volvió
arabista y explorador,
que se pasó
veinte años
viajando en camello cartografiando el
inexplorado
desierto saudí
de Rub al-Jali y
que cruzó
innumerables caminos
en compañía de Lawrence
de Arabia. Se acabó
casando con
una esclava que le regaló su amigo el rey Ibn Saud de Arabia
Saudita, de quien fue asesor
personal durante muchos años.
Descontento con
la política británica en el Medio Oriente, el padre de Kim renunció
al Servicio Exterior en 1930, convirtiéndose
al Islam y tomando el nombre de Hajj Abdullah.
En 1933 Kim se marchó a Viena. Allí se ofreció como voluntario en el comité de refugiados, recaudando fondos y escribiendo y difundiendo propaganda en secreto. También distribuyó ropa y dinero entre todos aquellos que habían huido de la Alemania fascista. Se casó con Litzi Friedmann, una activista judeo-austríaca, para ayudarla a salir de su país. Cuando en mayo la pareja regresó a Inglaterra, Kim ya era un agente soviético. Encontró trabajo como corresponsal en el extranjero y viajó mucho, mientras se iba aproximando a los servicios de inteligencia británicos. En 1944 fue nombrado jefe de la recién creada Sección Antisoviética, siendo enviado más tarde a Washington. Allí, como máximo representante y enlace del Servicio Secreto de Inteligencia, trabajó durante varios años con la CIA y el FBI. A lo largo de todo ese tiempo puso una gran cantidad de información directamente en las manos de los rusos.
A su regreso a Inglaterra, Kim se esforzó mucho en cubrir las huellas de su pasado comunista. En 1934 se unió a la causa de la Amistad Anglo-Germana, editó una revista pro-Hitler, se entrevistó repetidas veces en Berlín con el Ministro de Propaganda alemán e incluso fue condecorado por Franco en 1938 con la Cruz Roja al Mérito Militar. Poco a poco se fue convirtiendo en uno de los agentes dobles más astutos y traicioneros de todos los tiempos.
En 1933 Kim se marchó a Viena. Allí se ofreció como voluntario en el comité de refugiados, recaudando fondos y escribiendo y difundiendo propaganda en secreto. También distribuyó ropa y dinero entre todos aquellos que habían huido de la Alemania fascista. Se casó con Litzi Friedmann, una activista judeo-austríaca, para ayudarla a salir de su país. Cuando en mayo la pareja regresó a Inglaterra, Kim ya era un agente soviético. Encontró trabajo como corresponsal en el extranjero y viajó mucho, mientras se iba aproximando a los servicios de inteligencia británicos. En 1944 fue nombrado jefe de la recién creada Sección Antisoviética, siendo enviado más tarde a Washington. Allí, como máximo representante y enlace del Servicio Secreto de Inteligencia, trabajó durante varios años con la CIA y el FBI. A lo largo de todo ese tiempo puso una gran cantidad de información directamente en las manos de los rusos.
A su regreso a Inglaterra, Kim se esforzó mucho en cubrir las huellas de su pasado comunista. En 1934 se unió a la causa de la Amistad Anglo-Germana, editó una revista pro-Hitler, se entrevistó repetidas veces en Berlín con el Ministro de Propaganda alemán e incluso fue condecorado por Franco en 1938 con la Cruz Roja al Mérito Militar. Poco a poco se fue convirtiendo en uno de los agentes dobles más astutos y traicioneros de todos los tiempos.
El agente
“Stanley”,
tal como se
le conocía, era sin
duda despiadado. De acuerdo con un reciente
artículo publicado en
el Daily Telegraph: “Durante años Philby saboteó
misiones aliadas detrás Telón de Acero y
envió a la muerte, de forma calculada,
a docenas de
agentes”. Casi con toda seguridad,
Philby delató a los primeros albaneses
entrenados por el
Gobierno británico que fueron lanzados en
paracaídas para sabotear
el régimen comunista de Enver Hoxha y que
acabaron siendo ejecutados. Es
comprensible, por tanto, que sea odiado por
mucha gente. En artículos publicados
en internet los lectores lo describen
habitualmente como “maligno”
y “un cáncer para
la sociedad”. Hace apenas cinco años, a
mi madre y a mí
nos echaron de una tienda en
Arizona a causa del nombre en
nuestras tarjetas de crédito.
Pero como
el escritor
Graham Greene –íntimo amigo de mi abuelo y oficial de la
inteligencia británica que trabajó bajo sus órdenes en
el MI6– escribió en la introducción de
la autobiografía de Kim titulada
Mi guerra silenciosa:
“Desde su punto de vista, el
fin, por supuesto, justificaba
los medios. Sin embargo,
éste
es también el
punto de vista, tal vez menos abiertamente,
de la mayoría de
los hombres que se dedican a la
política, si hemos de juzgarlos
por sus acciones, ya sea un Disraeli o un
Wilson”.
“'Él
traicionó a su país'
–sí, tal vez lo hizo–”, continúa Greene, “¿Pero
quién de
nosotros no ha cometido traición por algo
o alguien más importante que un país? Philby creía
que estaba trabajando para cambiar
las cosas, lo cual beneficiaría
a su patria”.
A
lo largo de su vida, Kim se casó cuatro
veces y tuvo cinco hijos con su segunda esposa, Aileen Furse. Su hijo
mayor fue mi padre John Philby.
En 1963, siendo
un estudiante de arte de 19 años de
edad, John se
enteró de que su padre era un espía
soviético mientras
bajaba
de un ferry en la Isla de Wight. Allí
se encontró con un cartel en el que ponía
que Kim era
un hombre buscado por la justicia.
Había transcurrido mucho
tiempo desde que comenzaran las sospechas.
En 1951 Kim había avisado
a su compañero de Cambridge Donald Maclean de que Gran Bretaña conocía
sus actividades como
espía y que se
había emitido una orden para su arresto.
Cuando Burgess y Maclean huyeron a Moscú, evitando su
captura, Kim fue el principal sospechoso de
haberles dado el chivatazo.
Pero en el famoso “Juicio Secreto”
de 1952 convenció
a su interrogador del
MI5 Buster Milmo de que
él no era un agente soviético. Logró engañarlo
mediante el uso
de su tartamudeo ocasional, con el que ganó
tiempo para poder
pensar antes de decir alguna
mentira demasiado
evidente. En 1955 Harold Macmillan, por
entonces secretario de Relaciones
Exteriores, leyó un
comunicado confirmando que no había pruebas de que Kim Philby fuese
un espía.
En 1962, cuando
Macmillan era ya
Primer Ministro,
el agente doble soviético George Blake fue arrestado.
Kim ya no pudo ocultar
la verdad por más tiempo.
Fotografía del portal de un edificio de Moscú no explicitado por la autora del artículo. Quizás para salvaguardar la intimidad y la seguridad de las personas vinculadas a Philby, en el texto no se hace referencia a este lugar
Estos
son los hechos, aunque también hay un
montón de interrogantes al respecto.
Y son estas
dudas las que tenía en mente cuando, al día siguiente, caminaba
desde mi hotel en
dirección hacia el apartamento de Kim,
a través de la plaza Roja, siguiendo
una ruta dibujada
a lápiz sobre
mi mapa. Unas
indicaciones vagas elaboradas
a partir de los recuerdos combinados de varios familiares, ninguno de
los cuales ha estado aquí en los últimos
20 años.
A pesar de
que visitamos a
Kim en numerosas
ocasiones, nadie de
la familia dispuso
nunca de su
dirección en Moscú.
En aquellos días, la correspondencia debía
ser enviada
a un apartado de correos de la ciudad.
En su respuesta,
Kim firmaba siempre
con un nombre en
código, “Panina” (una combinación de
Pa y Nina, el alias utilizado por la
esposa de Kim). Cada
vez que íbamos a
verle, nos
recogían en el aeropuerto y nos llevaban
hasta
su piso en un coche del
KGB. Y lo hacían
a través de una ruta tortuosa para que nadie pudiese
recordar cómo llegar
hasta ese
lugar.
Fue de
hecho durante
esos viajes cuando se formaron algunos
de mis primeros recuerdos sobre las visitas
a Kim. Por ejemplo,
el estar casi
“volando”
por el tercer carril de una
autopista en el interior de un coche
camuflado. A veces,
el conductor corría una
cortina en la
parte interior de las ventanillas
y, antes de partir,
ponía en el techo del coche una
baliza con una luz azul
intermitente. Si teníamos mucha
suerte, en ocasiones
–y esto sucedía en
la década de 1980– desde un compartimento cerca de la palanca de
cambios nos llegaba el sonido lejano
de un
zumbido. Nuestro
escolta sacaba entonces
de su interior un
teléfono conectado a un cable en espiral y
hablaba en voz
baja repitiendo siempre las
mismas dos palabras, “khorosho”
y “da”,
una y otra vez antes de colgar.
De
todas formas, aunque
hubiese conocido la dirección del abuelo,
en el año 2010
ya no resulta un
dato de mucha utilidad.
Desde la desaparición de la Unión
Soviética, muchas calles han cambiado de
nombre. Pero esto
hoy no importa. Como
he dejado un buen margen de tiempo para poder perderme por
las calles de Moscú, encaro tranquilamente
el camino hacia el apartamento
donde Kim vivió
sus últimos 25
años de vida. Y
donde su viuda Rufa me está
esperando para pasar juntas
una larga tarde
de merienda y té.
Por
el camino paso junto
a algunos de
los viejos
refugios de mi abuelo
y, haciendo caso
a los consejos
que daba a sus
visitantes –“si
ya no puedes
sentir tu nariz,
entra dentro”–
hago una parada
breve para tomar un café en el hotel
Metropol, el famoso punto de
encuentro
soviético.
Atravesar el
desvencijado detector de metales de
su entrada principal es como pasar
a través del
túnel del tiempo.
En
una zona aislada, junto al restaurante con cúpula (uno de los
favoritos de Kim), veo un bar
con poca
iluminación que es
atendido por camareros de piel gris. Las
columnas que
imitan el mármol se
reparten entre racimos
de sillas pintadas con pesados
colores
rojo y oro. Dichas sillas están ocupadas por
grupos de hombres
con trajes anticuados, maletines y gafas de montura gruesa, que
beben vasos de vodka bajo
una nube de humo de cigarrillo. Es
evidente que todo esto
ha conocido
tiempos mejores.
La
calle Tverskaya, la principal vía
de Moscú, que yo
recuerdo de las vacaciones de mi
infancia como un tramo gris y
monótono plagado
de colas de gente que parecía que no
sabían lo que
estaban esperando (aunque generalmente eran
naranjas o helado), resulta
hoy en día apenas reconocible. Toda
ella es una red de tiendas de diseñadores
de moda y
telefonía móvil, intercaladas
con carteles chillones que cuelgan entre los edificios por encima de
unas aceras
siempre concurridas.
La Oficina
Central de
Correos, donde
Kim iba cada
mañana a recoger
su correspondencia y
una pila de periódicos británicos y estadounidenses, se encuentra a
mitad de camino, a la
izquierda de la calle.
En su interior,
el atrio que lleva al mostrador
de clasificación y punto de recogida está salpicado
de puestos de venta de productos electrónicos, caros
accesorios de telefonía móvil y flores a
tres Libras
Esterlinas el
tallo. Hay dos tiendas más de teléfonos
móviles en el interior del edificio. En
los escalones, una babushka
envuelta en pieles pesadas y rodeada de bolsas de plástico cuenta
un puñado de monedas de un penique.
Recuerdo
una breve conversación telefónica que he
tenido esta mañana con uno de los viejos
camaradas de mi
abuelo en el KGB,
con quien he
estado en contacto durante el transcurso
de mi investigación para escribir este
artículo. Me ha dicho que
un grupo de cinco o seis de los ex colegas de Kim
aún se reúnen
cada mes para
hacer un brindis en su honor. “No hay
duda de que su abuelo habría desaprobado los agudos contrastes en la
Rusia actual”, me ha dicho.
El
alcance de estos contrastes se puede
comprobar en dos
artículos aparecidos consecutivamente
en The Moscow Times.
El primero
informa que Rusia
ocupa el lugar
número 143 en la
lista de las economías más libres del
mundo, “sólo un punto más alto que los países con economías
'reprimidas'
como Vietnam, Ecuador, Bielorrusia y Ucrania”, mientras que el
siguiente cuenta cómo el
oligarca Roman Abramovich, cuya riqueza
asciende a 7.000
millones de Libras Esterlinas,
se ha apoderado de treinta y cinco valiosas
obras de arte para decorar su
yate privado de
170 metros de eslora.
Un
poco más allá de la
esquina desde la que se domina
la plaza Pushkin –el lugar donde se dice que
se reunían los disidentes, sacándose
los sombreros
como señal para reconocerse entre ellos–
está la antigua
sede del hotel Minsk que, como
gran parte de la ciudad, se encuentra
inmerso en un
largo proceso de reconstrucción. En este
lugar Kim se encontró
por primera vez con el
periodista Murray Sayle en 1967. Después de haberse
asegurado la primera reunión de Kim con la prensa occidental tras
su deserción,
Sayle dice que lo encontró
“un hombre cortés [que] sonríe mucho, con
un pelo gris bien cortado y tez rubicunda
que sugieren
vitalidad y disfrute de la vida”.
El
periodista añade que Kim demostró tener
mucho aguante con la bebida durante el
curso de sus reuniones posteriores, que tuvieron lugar a lo largo de
una serie de largas comidas regadas con
mucho alcohol: “Yo no
podía detectar ningún cambio en su estado
de alerta ni en su jovialidad
mientras el
camarero llegaba
con tandas de 300
gramos de vodka o 600 gramos de coñac armenio”. Al igual que mi
padre, Kim tenía
un resistencia
increíble. Ambos
bebían cuando jugaban
al ajedrez
en el piso en Moscú (mientras yo correteaba
causando estragos en la sala de estar) y durante
sus largos viajes a Siberia y Bulgaria. Sin
embargo, mi abuelo no siempre fue del
todo “impermeable”.
En una ocasión, después de habernos
acompañado al aeropuerto para
volver a casa, él
y mi padre
estaban tan borrachos
que el personal de la terminal tuvo que
meterlos en
un armario, bajo unas
escaleras y con
una botella de vodka, para mantenerlos callados, mientras el
embajador británico deambulaba por el
edificio principal esperando el mismo vuelo hacia
Londres.
Cuando le
pregunté a mi padre,
poco antes de morir el año pasado, lo que sentía por la traición
de su propio padre, me dijo exactamente lo que Kim le
había dicho a
Sayle durante esa entrevista en 1967:
“Para traicionar,
primero hay que pertenecer”.
Y como Kim se dijo
a sí mismo: “Yo nunca pertenecí”. Mi padre
siempre tuvo un
gran respeto por mi abuelo. Me
dijo que incluso cuando era un niño, él siempre supo que estaba
tramando algo, aunque no
sabía qué. La pareja se llevó
bien en estos últimos años –eran muy similares en muchos
aspectos– y mi padre dijo que nunca sintió ningún resentimiento,
ni siquiera cuando era atacado
injustamente debido a su
apellido.
En
su obra Single
Spies,
el escritor Alan Bennett afirmó
que mi padre se
presentó tarde al
funeral de Kim. Dijo
que, recién llegado
directamente del aeropuerto, permaneció
balanceándose detrás
de una lápida sosteniendo
unas bolsas
llenas de bebidas
alcohólicas.
Pero lo cierto es
que mi padre llegó a
Moscú días antes del funeral y
en una filmación hecha aquel día se le
puede ver de pie justo detrás del ataúd
de mi abuelo.
Cuando Bennett se enteró de todo ello,
escribió una nota a mi padre explicándole
que la información procedía de una fuente fiable –un periodista
de la BBC–. Después de leer brevemente la
nota, mi padre se encogió de hombros y la
echó a una papelera. No se
preocupó nunca de lo que los otros
pensaban: “No seas aburrida
ni tengas miedo
de ofender a la gente”, fue una de las últimas cosas que me dijo
antes de morir.
Mientras
escribía este
artículo, Bennett –autor también de An Englishman Abroad, en la que se imagina los
años finales de Guy Burgess en Moscú:
solitario, patético
y totalmente frustrado–
respondió a un artículo de opinión más corto que escribí en
julio pasado como preparación para
este trabajo. En
él defendía
la decisión de mi abuelo de no
pedir disculpas públicamente por sus acciones. En su diario para
la London
Review of Books, Bennett escribió:
“Philby parece haber sido responsable de la traición y
presunta tortura y muerte de una red de
agentes, un hecho que
nunca se ha podido demostrar
en el caso de Blunt. Lo que
hay contra Blunt, y también
contra Burgess, es
que no eran
periodistas.
Estos se cuidan
entre ellos y
Philby se hizo pasar por un
reportero borracho y despreocupado.
Por eso fue
tratado con más indulgencia por los de su profesión”.
Bennett
concluye: “Charlotte Philby cree que
su abuelo era más honesto de lo que lo fue
realmente. Sin
embargo, se trató de un honestidad de
taberna. Philby era el
clásico tipo de 'Vamos a tomar
otra bebida, viejo'. El
bueno de Kim”. Me gustaría haber
discutido un poco más con
Bennett sobre sus
comentarios, pero por desgracia cuando me puse en contacto con
su agente para solicitar una reunión, mi
invitación fue rechazada.
En
la plaza Pushkin, tuerzo a la izquierda,
según mi mapa, más allá de
la tienda de comestibles
donde Kim –como
animal de costumbres que
era– recogía
su suministro diario de pan y de
cualquier fruta y verdura que
estuviese disponible para
el consumidor. A
él le gustaba el hecho de que en Moscú
sólo se pudiesen comprar
alimentos de
temporada. Sin embargo, siempre
pedía a sus
familiares que le llevasen sus productos
favoritos no–perecederos
que no podía
comprar allí:
mermelada, Marmite y salsa inglesa.
Hacia
el final, tal como puedo
comprobar ahora
cuando entro en
su piso, Kim se rodeó de cosas pertenecientes
a la cultura británica y a la
vida en el otro lado del Telón de Acero: desde novelas de P.G.
Wodehouse a las especias de la India que usaba
para su legendario curry.
Para
algunos, detalles como éste han alimentado la cuestión de si
–llegado
por primera vez a la
patria por la
que lo había
sacrificado todo, que se supone que representaba
todo por lo que
él había
luchado y donde viviría el resto de sus días en el exilio–
se volvió una persona desilusionada
y amargada,
añorando el
país que había
traicionado.
Sin
embargo, yo creo que mi abuelo nunca se
cuestionó ni una
sola de las decisiones
que tomó. Es cierto que, como
todos los hombres de la familia Philby, era autodestructivo.
Pero, más importante que eso,
cada decisión que tomó lo hizo
conscientemente. Kim sacrificó todo lo que
tenía: arriesgó su vida y las vidas de otros, traicionó a sus
compañeros y engañó a su familia y amigos (incluso llegó
a espiar a su propio padre tal
como se explicará en breve) porque él realmente creía –desde
el momento en que se unió a la lucha
contra el ascenso
imparable del
fascismo– que
el comunismo era una causa estimable a la
que valía la pena aferrarse por encima de
todo.
Por
supuesto que tomó
decisiones audaces y enormemente polémicas,
algunas de las
cuales tuvieron consecuencias fatales. Pero
no lo hizo a la ligera. Como Kim le dijo a mi madre cuando ella le
preguntó si sentía algún
remordimiento, él creía que era un soldado, luchando en
una sangrienta guerra en el siglo más sangriento de la historia. Y
si un soldado está luchando por una causa en
la que cree, en
la cual piensa que vale la pena sacrificar
vidas humanas, aunque
al final su bando pierda
la guerra, ¿Significa
eso que se
equivocó al unirse a esa lucha?
Kim incluso
engañó a sus
propios hijos, abandonándolos cuando
huyó a Moscú. ¿Fue
esa una decisión
egoísta? Quizás. Sin embargo, en
su mente también estuvo plenamente
justificada.
Según sus
palabras: “Yo soy realmente
dos personas. Soy una persona privada y una persona política. Por
supuesto, si hay un conflicto, la persona política es lo primero”.
En
1983, aproximadamente un
mes después de que mis padres, siendo aún
un bebé, me llevasen
a visitarlo por primera vez, Kim nos
envió una copia de la
obra Sobre
la dictadura del proletariado de
Lenin,
además de una
larga y bella carta dirigida a
mi abuelo materno, con quien
era improbable que
se llegase a
reunir nunca.
En el interior escribió: “Adjunto
algunos extractos de nuestra biblia. Al
igual que vuestras Santas
Escrituras, está
abierta a
diferentes (y a menudo contradictorias) interpretaciones,
de acuerdo con los gustos y prejuicios del lector”.
En la carta
añadía: “El
problema es que [Lenin] siempre estaba
escribiendo a tenor de
las cuestiones candentes de cada día
(o incluso de cada hora);
y, naturalmente, su estrategia y sus
tácticas
cambiaban para
satisfacer esas
circunstancias variables...
Mi edición rusa cuenta con cincuenta y
cinco grandes volúmenes, por lo que existe
un amplio margen para la cita selectiva e incluso la
interpolación espuria. ¿Quién va a
revisar cincuenta
y cinco volúmenes para
comprobar una sentencia extraña? Sin duda,
Jeremías se enfrentó a problemas similares”.
Kim no era
ningún ingenuo.
Sabía que su
ideal, como cualquier otro, era susceptible de
ser corrompido. Pero eso no significaba que
el ideal en sí fuese corrupto
o que no valiese
la pena. Además, quizás
no siempre tuvo
la razón. Como
me reiteró por
teléfono su
ex colega del
KGB: “Kim fue un
comunista
idealista. Él
creía en la libertad de expresión y pensaba
que el estalinismo
y todo aquello sería temporal”.
Obviamente, lo
que sucedió después demostró
lo contrario.
Tal
vez en la época en la
que murió, un
año antes de la caída del Muro
de Berlín –y
sabiendo lo que debía saber
por entonces–,
seguramente se sintió
decepcionado. Pero incluso en
aquel momento de su vida, después de haber
tomado decisiones basadas en sus profundas
convicciones políticas, no creo que
hubiera hecho las cosas de manera diferente.
El
apartamento de Kim
está situado en
un bloque de varios pisos de altura no
muy lejos de la plaza Pushkin. Se distingue
de los otros por un pequeño balcón. Hoy
en día la calle
peatonal donde se encuentra sólo
es accesible a través de una puerta
codificada, y la fachada del edificio ha sido restaurada
hasta hacerla casi irreconocible. En el
interior, sin embargo, el ascensor es tan “temperamental”
como lo fue siempre, así que subo a
pie hasta su apartamento,
reconociendo al instante la extraña puerta
tachonada de cuero
que aparece mientras
asciendo por la
escalera.
Charlotte Philby, posiblemente frente al edificio donde vivió su abuelo (la dirección exacta no aparece en el artículo, aunque sí muchas pistas sobre su ubicación)
La última
vez que estuve en este apartamento,
a los seis años
de edad, hacía tan solo unos pocos días
que Kim había fallecido y mis
padres y yo fuimos recibidos por un mar de ojos hinchados. Durante
nuestra estancia, los
gritos y gemidos rebotaban
en las paredes. Ahora,
mientras la viuda
de Kim me recibe en la puerta ofreciéndome
un par de zapatillas de lana, el ambiente es tranquilo y calmado.
El
piso del abuelo está
casi exactamente como cuando él murió:
“Después de que Kim
se fuese, yo no
quise cambiar
nada”, dice Rufa. “Se trata de una casa antigua, no como esas
otras de la nueva
Rusia donde todo es moderno e importado”. Ella no puede imaginar lo
que Kim habría hecho en este
nuevo mundo, donde una minoría se ha enriquecido
enormemente mientras que muchos –la
gran mayoría fuera de la capital–
viven en la miseria con poco apoyo del Estado.
En la sala
de estar, por encima del sofá cuelgan las
mismas pieles junto a un par de pistolas afganas
que le regaló
un colega
del KGB a quien
conocí con anterioridad. El sillón de Kim,
en el que a nadie
más, bajo
ninguna circunstancia, le fue permitido
sentarse mientras estuvo
vivo –tampoco
durante muchos años después de su
muerte, agrega Rufa–
continúa justo
donde estaba, encabezando
una mesa baja.
El
gramófono, frente al cual Kim tomaba
asiento cada
tarde a las siete
en punto para
escuchar el Servicio Mundial, mientras bebía
una taza de café, emite
un tremendo
gemido cuando vuelve a
la vida, aunque sigue en
muy buen estado.
Y la cocina, en
la que preparaba su desayuno
ritual a base de
beicon, huevos y
tostadas (otro hábito inglés
que nunca rompió) y donde pasó muchas
horas cocinando
todas las noches, está
ahora inundada por
el olor de los crepes salados que
Rufa prepara para nuestro
banquete de cinco
horas.
De
entre todos los
rincones de la casa, el
lugar donde la presencia de Kim se deja
notar más es en su
estudio. Aquí, rodeado de una gran
biblioteca, se sentaba durante horas. El
único cambio que puedo observar es un ordenador
sobre su escritorio, donde antes
hubo una vieja máquina de escribir. La
vista desde una de las ventanas es, también,
notablemente diferente. Desde
el balcón se puede ver el mismo patio de la escuela en
el que niños con
pesadas chaquetas de esquí están
enfrascados en un
juego eterno: lanzarse
desde lo alto de unas
escaleras de hormigón hasta el
suelo, donde gruesas capas de nieve
amortiguan
el golpe. Pero
tras
una ventana más pequeña, justo
enfrente de la puerta, la vista de Moscú
es interrumpida
por el latido de
un anuncio de
neón de Samsung. Más tarde veré
el mismo anuncio
por encima de una estatua de Lenin, cerca de la antigua sede del
KGB.
La
biblioteca de Kim, que se hizo enviar poco
después de su aparición en la Unión
Soviética, es testimonio de sus complejidades y sus contradicciones:
en las estanterías que hay a
lo largo de las
cuatro paredes de la habitación,
los clásicos rusos y los textos
comunistas más importantes están situados
junto a las novelas de Raymond Chandler y
P.G. Wodehouse; hay diecinueve volúmenes
de la Historia
Moderna de Cambridge y un álbum de recortes sobre
Sherlock Holmes. Difícilmente se puede
pasar por alto la ironía de un hombre que tan resueltamente
traicionó a su país pero que en su
apartamento soviético se rodeó
de condimentos
británicos, periódicos ingleses y
alegres obras
clásicas de su
país.
Como se ha
señalado
anteriormente, este
detalle, junto con el excesivo consumo de alcohol, fueron
interpretados como síntomas de que al
final de su vida
Kim se convirtió en un
hombre roto, desilusionado y desanimado. Llegó
a Moscú esperando recibir
encargos importantes en
un puesto de
alto rango dentro del
KGB y, sin embargo,
se quedó con muy poco que hacer, usando
la bebida para soportarlo.
De hecho, cuando en 1994 –seis
años después de su a muerte–
el escritor ruso
Genrikh Borovik tuvo acceso
a los archivos desconocidos que
había en el KGB
sobre Kim, quedó
claro el grado de
desconfianza que los rusos tenían
sobre él.
Esos
documentos revelaron que Philby fue
reclutado porque se creía erróneamente que su padre, St
John, era un
oficial de la inteligencia británica. Una de las primeras tareas que
se le encomendó fue
la de espiar a su propio padre, lo cual hizo sin lugar a dudas. Su
trabajo dio muy poco de sí ya que, aunque
los rusos no quisieran creerlo,
no había nada que desenterrar.
Durante
años hizo todo lo que se le pidió.
Entregó todo lo
que tenía a la causa y, aún así, Moscú
siempre sospechó
de un hombre que había sido descrito como
el mejor y más leal sirviente.
Discutiendo
las razones de esta postura
en la introducción del libro
de Borovik, The
Philby Files,
el periodista y biógrafo Philip Knightley –que
entrevistó exhaustivamente a
mi abuelo durante sus últimos años de
vida– escribe:
“¿Eran tan
tontos los
dirigentes de los servicios de inteligencia británicos como
para ignorar que había
informaciones
importante que estaban fluyendo hacia
Moscú? ¿Con sus
puntos de vista comunistas en Viena y su esposa austríaca
también comunista, fue
reclutado para el SIS a
pesar de los procedimientos para investigar sus antecedentes?”.
En
el caso de Kim, no
ayudó el hecho de que varios de sus
controladores soviéticos –incluyendo
a “Mar”, el
hombre que lo reclutó–
fueran
ejecutados con
posterioridad como “enemigos del pueblo”.
Pero sobre todo el problema fue que
la inteligencia de Kim era demasiado prodigiosa
y, en perjuicio suyo,
los servicios de
inteligencia tienen tendencia a
creer que cuanto mejor sea la información, más
debe ser cuestionada.
Eso
fue lo que ocurrió.
Al final –a
pesar de haber sido descrito de forma
renuente por Allen Dulles (jefe de
facto de la CIA entre
1953 y 1961)
como “el mejor espía que Rusia
ha tenido jamás”–
Kim fue vigilado
a la vez que protegido
por sus maestros.
Le impidieron usar todo su potencial y él
esto lo lamentó mucho.
Sin duda le
molestaba enormemente
tener que ir
acompañado siempre
dondequiera que fuese
en sus primeros años de
vida en Moscú, como atestigua Rufa. Pero
si todo ello generó en él un sentimiento
de autocompasión, esa
es otra historia.
En
primer lugar, la vida de Kim detrás del
Telón de Acero no
fue tan mala.
Tenía amigos y
una esposa. Se entregó a una
cultura a la que
amaba, yendo a conciertos,
al ballet y
a las galerías
de arte. Viajó
a Cuba, Berlín Este y
a través de la
Unión Soviética. Y
pasó los fines
de semana en su
querida dacha.
En
segundo lugar, estuvo
siempre preparado para lo que pudiera
suceder. Sabía
lo que estaba arriesgando –su
familia, sus amigos, su reputación–
y tomó sus decisiones en consecuencia. Hizo todo lo que pudo
por una causa en la que creía. Sabiendo
todo esto, ¿qué
había que lamentar? En cuanto a la bebida, Kim no necesitaba una
excusa para abrir una botella,
era un bebedor en los
buenos y en los
malos tiempos.
Contemplando
el estudio de Kim, más allá de la foto
donde posa orgulloso
con el equipo local de
hockey sobre hielo, debajo de una
de su padre y otra
con varios
políticos soviéticos dándose la mano,
mi mirada se ve
atraída
por una gran pintura en
blanco y negro del Che Guevara. El cuadro
asoma sobre una
de las estanterías en la esquina de la derecha, como un ojo que todo
lo ve. Recuerdo las palabras de Kim: “He seguido exactamente la
misma trayectoria que
él durante toda mi
vida adulta. La lucha contra el fascismo y la lucha contra el
imperialismo eran fundamentalmente la misma lucha”.
¿Se
equivocó
siguiendo
el
camino del
comunismo,
cuando
tanta gente lo había abandonado?
¿Hizo
mal en querer comprobar
cómo acababa lo
que él
mismo
había
empezado?
¿Se
puede considerar lamentable
que
creyera todavía
que un estado comunista podía
existir
sin
corrupción,
una
corrupción
que afecta a todos los sistemas, en beneficio de una sociedad
equitativa y
justa? Sea
lo que sea lo que
pensemos
sobre él,
Kim sintió que la historia le daría la razón: “Voy a ser
recordado como un buen hombre”, le dijo a mi madre tan sólo dos
años antes de su muerte. Tal vez sea demasiado pronto para juzgarlo.
Después
de todo, el comunismo, según sus seguidores, es una
“época
final”. Un
final inevitable
una vez que
todos
los demás sistemas se
han
devorado
a
sí mismos. Cosa
que,
por supuesto, acabarán
haciendo.
Mientras
salgo del balcón,
mis ojos se clavan
en un punto concreto
de la habitación.
En medio de la estantería que hay detrás
de su escritorio, por encima de la silla vacía y
justo donde la cabeza de Kim habría descansado muchas
veces, asoma un
único libro. Caminando hacia él,
leo asombrada el título de la novela de Anthony Trollope: Él
sabía que tenía razón.
Kim
Philby: Cronología
1912 Harold Adrian Russell 'Kim' Philby nace el 1 de enero en Ambala, India, hijo de Dora y St John.
1925 Asiste a la Escuela Westminster de Londres.
1929 Entra en el Trinity College de Cambridge. Se une a la Sociedad Socialista de la Universidad de Cambridge. Conoce a Guy Burgess, Donald Maclean, Anthony Blunt y John Cairncross.
1933 Deja Cambridge como un comunista convencido. Va a Viena para servir allí a la causa.
1934 Se casa con la judía comunista Litzi Friedmann. De regreso en Inglaterra, comienza a encubrir su pasado, uniéndose a la Asociación de Amistad Anglo-Alemana y editando su revista pro-Hitler.
1937 Se une a The Times como corresponsal en el extranjero. En España, informa sobre la Guerra Civil desde el bando del general Franco, quien le otorga la Cruz Roja al Mérito Militar.
1940 Es reclutado por los servicios secretos británicos y se une al Servicio Secretos de Inteligencia (SIS) bajo la supervisión de Guy Burgess.
1941 Es transferido a la subsección ibérica del SIS. Se hace cargo de la inteligencia británica en España y Portugal.
1942 Se casa con Aileen Furse, con quien tiene dos hijas y tres hijos. Su área de responsabilidad se amplia al Norte de África y al espionaje italiano.
1944
Es
nombrado
jefe de la Sección IX, recién creada
para operar contra el comunismo y la Unión Soviética.
1946 Se traslada a Turquía, trabajando como jefe del SIS.
1949 Se convierte en el representante del SIS en Washington.
1951 Advierte a su compañero Donald Maclean (del “Grupo de Cambridge”) que se ha dictado orden de detención contra él. Maclean y Burgess escapan a Rusia. Philby es convocado para ser interrogado y se le pide que presente su renuncia como miembro del Servicio Exterior.
1955 El gobierno publica el informe sobre el asunto Burgess-Maclean. El Ministro de Asuntos Exteriores Harold Macmillan dice en el Parlamento que no hay evidencia de que Philby haya traicionado los intereses de Gran Bretaña. Philby es despedido del Servicio Exterior por su asociación con Burgess.
1957 Fallece Aileen Furse, segunda esposa de Philby.
1958 Se casa con la estadounidense Eleanor Brewer.
1962 George Blake es capturado. Philby queda al descubierto.
1963 Philby desaparece en Beirut el 23 de enero. Días después llega a Rusia. Gran Bretaña declara que Philby es el “tercer hombre”.
1965 Recibe la Orden de la Bandera Roja, uno de los más altos honores militares de la Unión Soviética.
1971 Se casa en Moscú con Rufina Ivanova.
1988 Muere el 11 de mayo a la edad de 76 años. Se le entierra con honores de héroe en el cementerio de Kuntsevo es Moscú.
Traducción de Mayakovski
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1946 Se traslada a Turquía, trabajando como jefe del SIS.
1949 Se convierte en el representante del SIS en Washington.
1951 Advierte a su compañero Donald Maclean (del “Grupo de Cambridge”) que se ha dictado orden de detención contra él. Maclean y Burgess escapan a Rusia. Philby es convocado para ser interrogado y se le pide que presente su renuncia como miembro del Servicio Exterior.
1955 El gobierno publica el informe sobre el asunto Burgess-Maclean. El Ministro de Asuntos Exteriores Harold Macmillan dice en el Parlamento que no hay evidencia de que Philby haya traicionado los intereses de Gran Bretaña. Philby es despedido del Servicio Exterior por su asociación con Burgess.
1957 Fallece Aileen Furse, segunda esposa de Philby.
1958 Se casa con la estadounidense Eleanor Brewer.
1962 George Blake es capturado. Philby queda al descubierto.
1963 Philby desaparece en Beirut el 23 de enero. Días después llega a Rusia. Gran Bretaña declara que Philby es el “tercer hombre”.
1965 Recibe la Orden de la Bandera Roja, uno de los más altos honores militares de la Unión Soviética.
1971 Se casa en Moscú con Rufina Ivanova.
1988 Muere el 11 de mayo a la edad de 76 años. Se le entierra con honores de héroe en el cementerio de Kuntsevo es Moscú.
Traducción de Mayakovski
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