domingo, 10 de agosto de 2014

Diario de un sovietófilo (Capítulo II)

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El hundimiento

La imagen que Gorbachov proyectaba hacia el exterior relativizó todo lo que se había dicho hasta entonces sobre la maldad del comunismo. Sin dejar de pensar que era verdad, mucha gente comenzó a creer que se había exagerado un poco. El problema fue que la apertura y la transparencia por él promulgadas contribuyeron a dejar al rey desnudo. Aspectos de la historia y de la vida en la URSS que quizás hubiese sido mejor conocer con cuentagotas, quedaron al descubierto de la noche a la mañana. El llamado “mundo libre” mostró una actitud hipócrita hacia este país de la misma forma que las clases sociales elevadas han manifestado siempre una falsa complacencia con los seres considerados inferiores. Detrás de los halagos y la condescendencia se escondía el deseo de acabar para siempre con aquel sistema, igual que se atrae a un animal con comida para luego rematarlo con una maza. Llamar “Gorby” al dirigente soviético fue como hacer carantoñas a un niño pequeño, un intento de convertirlo en uno de los suyos mientras el capitalismo afilaba sus garras. Los occidentales se creyeron que dentro de cada ruso había un norteamericano deseoso de ir al McDonald’s. Y en un primer momento fue casi cierto. La catástrofe iba tomando forma y yo me la vi venir.

En aquella época me relacioné con amigos que militaban en el comunismo. Asistí a alguna de sus reuniones y contribuí económicamente a la causa. Una causa que, la verdad sea dicha, nunca me creí del todo. Mientras a mi alrededor todo el mundo soñaba ingenuamente con segundas residencias y una vida de lujo, nosotros debatíamos –también ingenuamente sobre la llegada de la revolución mundial. Una vez fui a un mitin comunista acompañado de mi padre. Se celebraba en una sala de actos cargada de humo y llena de gente hasta la bandera. Ya entonces comenzaba a aflorar en mí el sovietófilo que llevaba dentro. Me imaginé que ese debía ser precisamente el ambiente mítico de los grandes escenarios revolucionarios de principios de siglo. El orador era Ignacio Gallego. Mi padre y yo cantamos La Internacional con el puño levantado.

Sin embargo, recuerdo también que en una ocasión repartí octavillas en una plaza de mi ciudad y que me sentí muy ridículo interpretando el papel de activista, sobre todo cuando alguien nos rechazó diciendo “¡Uy, comunistas!”. Por aquel entonces mi madre me presentó a una mujer que estaba casada con un ciudadano de la RDA. Aquello me pareció muy sugerente: tenía frente a mí a alguien tangible que había estado en el “otro lado”, una persona que venía del “frío”. Aquella señora, de quien he olvidado su nombre y su rostro, me facilitó la dirección postal de un joven soviético para que entablase amistad con él. Me dijo que le podía escribir una carta en mi idioma, que me entendería. Y así lo hice. Apunté sus señas en el sobre utilizando letras del alfabeto cirílico y la tiré en un buzón de mi barrio. Seguramente alguien en Correos se rió de aquella ocurrencia porque de la carta nunca más se supo. O quizás algún ruso conserva actualmente aquel papel con mis frases ingenuas y bienintencionadas. Quién sabe. Puede que hubiese respuesta y que se perdiera por el camino. Fuera como fuese, no conseguí hacerme amigo de ningún ciudadano de la URSS, pero aquella mujer me regaló una bandera de la RDA que aún conservo dentro de una caja. Como una verdadera reliquia.

Parecía que el mundo soviético se movía a mi alrededor. Que me abría sus puertas pero que yo no podía traspasarlas. Uno de los dirigentes de las juventudes comunistas que yo conocía visitó la Unión Soviética en plena perestroika. Aquella aventura me pareció una hazaña comparable a un viaje al espacio. Debido a que la visita tenía carácter oficial, cuando regresó convocó una rueda de prensa a la que sólo asistió un periodista. En aquella época ese era exactamente el interés real de los medios de comunicación por lo que sucedía en la URSS. Sólo querían publicar titulares sensacionalistas. Lo que hacía y decía la gente de la calle no les importaba. Durante meses, mi colega nos explicó anécdotas de ese viaje que a mí me parecieron bastante inverosímiles. Me sonaban más a panfletos propagandísticos que a otra cosa. Recuerdo una historia sobre una niña que reprendió a un adulto en plena calle por una colilla y otras cosas bastante extrañas. Sobre todo por la casualidad de haberlas podido presenciar durante una estancia tan corta como fue la suya. Esa supuesta falta de sinceridad me pareció tan estúpida que yo creo que a partir de esa experiencia decidí inconscientemente desvincularme de cualquier militancia. Cuando me reencontré con él veinte años más tarde, el ex dirigente comunista hizo ver que había olvidado todos aquellos años, incluido el viaje. Vivía con tal necesidad de aferrarse al presente que rechazaba lo que había hecho y pensado en aquel momento. Definitivamente, él no era un sovietófilo. Ni lo había sido nunca.

En aquellos años de la perestroika me tocó volar del nido. Asistí al primer curso de la carrera universitaria en mi localidad de residencia pero al año siguiente me vi obligado a marcharme a otra ciudad para continuar con la licenciatura. Aquella era la gran oportunidad de mi vida. El familiar que me acogió en su casa me había comprado meses antes un ejemplar de la biografía de Lenin publicada por Editorial Progreso. Fue un gran regalo de bienvenida que aún guardo como un tesoro en mi biblioteca particular. Esa persona fallecería al cabo de poco tiempo y aquello me pareció una mala premonición. Sin embargo, en el momento de mi partida todo pintaba muy bien. Hice las maletas con una dosis asfixiante de inseguridad y pánico por el futuro. Con todo el valor que fui capaz de reunir llegué a mi nueva universidad a finales de septiembre de 1989 lo más animado que pude. Hacía meses que fantaseaba con todo lo que allí ocurriría. Creí sinceramente que sería como revivir el mayo del 69 pero en un plano más íntimo. Una amalgama de política, amor y sexo entre libros e independencia personal. Ahora veo claro que en mi adolescencia había visto demasiadas películas porque nada sucedió como yo pensaba. Ni en mis peores expectativas me podía imaginar que mi vida en aquel lugar se convertiría en la experiencia más triste y decepcionante de toda mi existencia. La universidad se había convertido en un nido de provincianos pretenciosos que sólo buscaban sacarse un título académico para convertirse en aburridos consumistas. Pero eso lo descubriría más adelante. El primer bofetón lo recibí cuando derribaron el Muro de Berlín a los cuarenta días de mi llegada a aquella facultad. El segundo me cayó un mes y medio después cuando a finales de año ejecutaron públicamente a Ceaucescu. Lo que más me chocó de aquel suceso es que a todo el mundo le pareció sensacional. Después de aquello, la RDA sólo aguantó diez meses más. La URSS, que se iba disolviendo como un témpano de hielo, aún resistió dos años agónicos. Gorbachov proclamó su final en navidad de 1991. Adiós a la bandera roja en el Kremlin. Adiós a setenta y cuatro años de historia. Me di cuenta de que había comenzado la carrera universitaria en un mundo bipolarizado lleno de grandes y variadas opciones. Y que la iba a finalizar en otro muy diferente monopolizado por la creencia de que se había llegado al final de los tiempos. Fue entonces cuando eché la vista atrás y entendí que mis grandes ilusiones personales también se habían perdido por el camino.

En otoño de 1992 el nuevo curso comenzó sin mi padre, fallecido en junio, y con todo aquel mundo, que yo había magnificado en mi cabeza, extinguido como si nunca hubiese existido. Acabé los estudios, encontré trabajo, me ocupé de mis asuntos y me olvidé de la Unión Soviética durante diez años. Hasta el verano de 2002.

Mayakovski

Acababa de comenzar mi segundo curso de carrera universitaria cuando en la RDA se celebró el cuadragésimo y último aniversario de su fundación, ocurrida el 7 de octubre de 1949. Se disolvió cuatro días antes de su 41º aniversario


Discurso televisado de Mijaíl Gorbachov anunciando la disolución de la Unión Soviética y su dimisión como presidente. Era el 25 de diciembre de 1991. Poca gente se imaginaba que un suceso como ese llegaría a producirse algún día. Al final del segundo vídeo se ve a Gorbachov con la mirada perdida, seguramente reflexionando sobre el momento histórico que estaba viviendo


1 comentario:

  1. Muy interesante. Te paso el enlace de una entrada mía que espero que te interese. http://batboyreads.blogspot.com.es/2013/11/yo-no-me-cargue-la-urss-o-recuerdos-de.html
    Saludos.

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