Michael
Portillo es un periodista, presentador de televisión y antiguo político del Partido Conservador británico famoso en la actualidad
por sus programas divulgativos en la BBC. Entre 1984 y 1990 formó parte del gabinete de la primera ministra Margaret Thatcher, responsable en los años ochenta de políticas económicas que empobrecieron aún más a los grupos sociales más desfavorecidos del Reino Unido. Suyas fueron la desregularización de los mercados financieros, cuyas consecuencias todavía arrastran nuestras maltrechas economías, y la privatización masiva de empresas públicas, una medida que sumió al país en una
crisis social sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. Thatcher es recordada,
además, por
su admiración y defensa a ultranza del golpista chileno Augusto
Pinochet, refugiado en aquel entonces en Londres cuando era reclamado por la justicia española acusado de crímenes contra la humanidad.
Paradójicamente, Portillo es hijo del médico y profesor avilés Luis Gabriel Portillo (1907-1993), un republicano de izquierdas que en 1939, tras la Guerra Civil, salió de España huyendo de las represalias del régimen del general Franco, un régimen muy próximo, en lo ideológico, a dictaduras como la de Pinochet en Chile. El padre de Michael Portillo, que al emigrar a Inglaterra recibió el apoyo del Partido Laborista británico, estuvo involucrado en movimientos a favor de los niños refugiados españoles y dirigió activamente la Oficina Diplomática en Londres del Gobierno Republicano en el exilio. En 1977, año de su rehabilitación en España como profesor universitario, fundó la versión contemporánea del partido Izquierda Republicana, heredero de la formación del presidente Manuel Azaña creada en 1934.
Parece claro que este periodista inglés –ultraconservador, clasista y admirador de Thatcher hasta la reverencia– no tuvo reparos a la hora de sentarse en la bancada contraria de aquellos que salvaron la vida de su padre cuando escapó del franquismo, catorce años antes de su nacimiento en Hertfordshire. En 2009, durante el rodaje de un documental sobre el conflicto armado español, puso de manifiesto su oposición a las exhumaciones de los republicanos ejecutados y enterrados en fosas comunes que el presidente José Luis Rodríguez Zapatero pretendía poner en marcha en aquella época. Portillo justificó su postura, aludiendo explícitamente al punto de vista del Partido Popular (en aquel entonces en la oposición), por el riesgo de polarización y de «llevar la miseria y el peligro» a la sociedad española.
Portillo se ha hecho muy conocido en el género de los documentales televisivos gracias sobre todo a sus originales programas de viajes en tren. Divididos en tres bloques geográficos –Great Continental, Great British y Great American Railroad Journeys–, en cada capítulo realiza un recorrido en ferrocarril siguiendo las mismas rutas que ya existían hace un siglo, ayudado en todo momento por una antigua guía turística "Bradshaw". Durante estas excursiones repasa la historia de las ciudades y pueblos que encuentra por el camino, contrastando lo que pone su guía con todo aquello que va descubriendo. Es en este punto cuando Portillo hace valer el principio sociológico que afirma que el discurso nunca es ideológicamente neutro y que la realidad se construye a través del lenguaje. Usando los recursos expresivos y los repertorios interpretativos de la comunicación humana, crea categorías y estereotipos con los que delimita perfectamente el grupo de sus afines y las ideas que defienden. Es lo que el psicólogo social británico Henri Tajfel definió como endogrupo. En otras palabras, Portillo dice las cosas con la intención retórica de modelar cierta visión de la realidad social para hacerla encajar en una verdad absoluta que él profesa de una forma casi integrista, manipulando el lenguaje todo lo necesario para que lo blanco parezca negro y viceversa.
En los episodios correspondientes al "Nuevo Continente", tal como se ha traducido aquí la temporada rodada en EE.UU. (los documentales se emiten en el Canal Viajar), Michael Portillo no juzga en ningún momento a aquellos oligarcas que se enriquecieron con el trabajo de los esclavos traídos a la fuerza desde el continente africano. Tampoco juzga a sus actuales herederos, propietarios de grandes emporios industriales construidos sobre la sangre de sus siervos, ni a los que defendieron y defienden aquel modelo de funcionamiento social. Para él, la Guerra Civil americana fue un acontecimiento tan inocuo y libre de culpabilidad como el agua de lluvia que moja el suelo o el viento que mueve los árboles. Además de todo esto, no menciona para nada el genocidio al que fueron sometidos los nativos norteamericanos, cuya existencia ve tan exótica como los leones del Serengueti, o la explotación laboral de los inmigrantes europeos y asiáticos llegados a este continente en el siglo XIX, la mano de obra de sus admirados "emprendedores". No juzga nada de todo eso porque define implícitamente a los Estados Unidos como una entidad abstracta con un destino que no viene determinado por las acciones de los individuos que la integran, sino por una especie de espíritu infundido en todos ellos, víctimas y verdugos, que los exime de toda responsabilidad en sus actos. Sin embargo, cuando recorre en tren el "Viejo Continente", las acciones de aquellos que se oponían a las ideas que él defiende con vehemencia –por ejemplo, los antiguos gobernantes comunistas de la Europa del Este–, son analizadas hasta el milímetro, amplificadas con toda la retórica que le cabe en cada una de sus frases y puestas en el punto de mira de sus dardos narrativos, repitiendo lo que le conviene y callando lo que no corrobora sus argumentos.
Un ejemplo de lo primero lo encontramos en un capítulo rodado en la costa este de los Estados Unidos, cuando Portillo visita la antigua casa del presidente George Washington, en Mount Vernon, convertida hoy en día en un museo. Mientras pasea por sus jardines, medita sobre la paradoja de que uno de los padres fundadores de la patria de «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad», donde todos los hombres «nacen libres», tuviese esclavos negros trabajando en sus tierras. El presentador soluciona la papeleta sacando de la chistera de los manuales de Historia el dato de que Washington dejó escrito en su testamento que tras su muerte sus esclavos fuesen liberados. ¿Se convierte en honrado un ladrón que disfruta en vida de lo robado y pide que sea devuelto tras su fallecimiento? De esta forma, Portillo disculpa al presidente Washington y le evita los calificativos que en el caso de un estadista de ideas contrarias a las suyas hubiese provocado una tormenta de improperios. Otro ejemplo se produce en una escena filmada dentro de un coche conducido por un antiguo traficante de drogas afroamericano, convertido ahora en un profesor universitario hecho a sí mismo. Éste revela a Portillo un dato sorprendente: en esa ciudad, también de la costa este, «tiene más probabilidades de encontrar empleo un joven blanco sin estudios que un negro con carrera». En un ejercicio de retórica sin complejos, Portillo le pregunta a continuación si las cosas han cambiado desde la época de los esclavos. Su interlocutor le responde obviamente que sí, porque por lo menos «ahora los niños negros pueden ir a la escuela». Y con esta frase finaliza la conversación, dejando claro que el sistema norteamericano es el más justo del mundo porque permite que los descendientes de los esclavos africanos se sienten cada día en un pupitre escolar, aunque luego eso no les vaya a servir para nada más que para trabajar como mano de obra barata en alguna fábrica de tornillos o de botellas de vidrio.
Sobre lo segundo, que en el "Viejo Continente" aquellos que gobernaron con ideas opuestas a las de Portillo son responsables directos de los aspectos negativos del devenir de sus países, el ejemplo más flagrante se encuentra en el episodio titulado "De Transilvania al Mar Negro". Cuando el presentador inglés desciende del tren en la ciudad rumana de Sinaia lo primero que visita es el palacio de Pelisor, obra desmesurada de Carol I, un príncipe alemán del siglo XIX proclamado monarca en 1881 porque «los rumanos decidieron que querían un rey». El palacio fue construido en ese lugar «por la vista de las montañas», «para impresionar a sus iguales» y «para recibir a muchos invitados». El nuevo monarca, «el único en Europa que quiso aceptar el cargo», era «progresista y moderno» y «se comprometió a no salir de su país hasta que estuviesen acabadas las obras del tren». Portillo lo presenta todo como un cuento de hadas inmaculado. Lo que no dice, en el colmo del revisionismo histórico, es que su predecesor –Alexandru Ioan Cuza, fundador de la Rumanía moderna– fue depuesto de su cargo mediante un golpe de Estado militar. Tras la destitución de Cuza, el reino de Carol I se convirtió en un primitivo feudo medieval controlado por unas pocas familias terratenientes, cuyas políticas «progresistas y modernas» llevaron al país a dos revueltas campesinas en un margen de tan solo quince años. Tampoco parece importar en este caso si en Rumanía había pobreza –que la había, como ha sucedido siempre– ni si era necesario gastar esa fortuna en un capricho lujoso y ególatra en lugar de alimentar a su pueblo. Portillo no se plantea si es moralmente aceptable que un individuo dispusiera de ciento sesenta habitaciones para él solo, ni si es digno de elogio que todos los artilugios tecnológicos de los que el monarca se rodeó –en un síntoma, según el británico, de una admirable «modernidad»– se usaran únicamente para su comodidad y no para mejorar las condiciones de vida de sus súbditos. Todo esto no parece molestarle hasta que llega a Bucarest y se encuentra con otro palacio, el del Parlamento que Nicolae Ceausescu mandó construir en el centro de la capital rumana y que, ahora sí, representa «la arquitectura de la tiranía, una tiranía que arrasa con todo lo que encuentra en su camino», «obra de un megalómano que fue fusilado antes de finalizar la década de los ochenta». Portillo no puede reprimir la tópica opinión, en lo tocante al comunismo, de que «la mala gestión económica provocó una pobreza generalizada» en Rumanía, todo ello aderezado con imágenes de archivo en las que se muestra a ciudadanos rumanos haciendo cola y... llenando garrafas de agua en una fuente (?). El programa finaliza con una crítica a los edificios de pisos familiares construidos durante la época de Ceausescu, a los que califica de «brutales bloques como torres», y una arenga contra «las dos guerras mundiales y las depravaciones del nazismo, el fascismo y el comunismo», metiéndolo todo en el mismo saco para dejar al capitalismo fuera de toda sospecha.
De tan ridículo, parece incluso una broma. ¿Se alegra Portillo de que el dirigente de un país europeo fuese fusilado en un juicio sumarísimo? ¿No recuerda que antes de abrazar el socialismo, Rumanía fue un régimen fascista que apoyó a Hitler durante la Segunda Guerra Mundial? ¿No sabe que la Rumanía actual es el segundo país del mundo con mayor porcentaje de población en riesgo de pobreza, con una tasa del 25,3%? ¿Es que acaso esas monarquías que tanto admira son democráticas? ¿Conoce a algún rey elegido en las urnas? Y hablando de «tiranías que arrasan con todo lo que encuentran en su camino», ¿No es acaso la autopista M25 construida por Thatcher una auténtica cicatriz que destrozó para siempre el paisaje londinense?
La graciosa nariz de boxeador de Michael Portillo resulta atractiva en pantalla, así como los espléndidos paisajes que muestran sus documentales, pero su discurso es una versión renovada y neoliberal de la propaganda de Goebbels de hace ochenta años, hecha y dicha para anular la capacidad de discernimiento de las personas. Con sus guiones manipulados hasta lo retorcido pretende convencernos de que las clases dirigentes –«los mejores», esos elegidos por los dioses y la selección natural– deben gobernarnos e indicarnos, ¡oh, pueblo ignorante!, la diferencia entre el Bien y el Mal.
¿Alguien duda de que hay motivos suficientes para hacer otra Revolución?
Mayakovski
Paradójicamente, Portillo es hijo del médico y profesor avilés Luis Gabriel Portillo (1907-1993), un republicano de izquierdas que en 1939, tras la Guerra Civil, salió de España huyendo de las represalias del régimen del general Franco, un régimen muy próximo, en lo ideológico, a dictaduras como la de Pinochet en Chile. El padre de Michael Portillo, que al emigrar a Inglaterra recibió el apoyo del Partido Laborista británico, estuvo involucrado en movimientos a favor de los niños refugiados españoles y dirigió activamente la Oficina Diplomática en Londres del Gobierno Republicano en el exilio. En 1977, año de su rehabilitación en España como profesor universitario, fundó la versión contemporánea del partido Izquierda Republicana, heredero de la formación del presidente Manuel Azaña creada en 1934.
Parece claro que este periodista inglés –ultraconservador, clasista y admirador de Thatcher hasta la reverencia– no tuvo reparos a la hora de sentarse en la bancada contraria de aquellos que salvaron la vida de su padre cuando escapó del franquismo, catorce años antes de su nacimiento en Hertfordshire. En 2009, durante el rodaje de un documental sobre el conflicto armado español, puso de manifiesto su oposición a las exhumaciones de los republicanos ejecutados y enterrados en fosas comunes que el presidente José Luis Rodríguez Zapatero pretendía poner en marcha en aquella época. Portillo justificó su postura, aludiendo explícitamente al punto de vista del Partido Popular (en aquel entonces en la oposición), por el riesgo de polarización y de «llevar la miseria y el peligro» a la sociedad española.
En los episodios correspondientes al "Nuevo Continente", tal como se ha traducido aquí la temporada rodada en EE.UU. (los documentales se emiten en el Canal Viajar), Michael Portillo no juzga en ningún momento a aquellos oligarcas que se enriquecieron con el trabajo de los esclavos traídos a la fuerza desde el continente africano. Tampoco juzga a sus actuales herederos, propietarios de grandes emporios industriales construidos sobre la sangre de sus siervos, ni a los que defendieron y defienden aquel modelo de funcionamiento social. Para él, la Guerra Civil americana fue un acontecimiento tan inocuo y libre de culpabilidad como el agua de lluvia que moja el suelo o el viento que mueve los árboles. Además de todo esto, no menciona para nada el genocidio al que fueron sometidos los nativos norteamericanos, cuya existencia ve tan exótica como los leones del Serengueti, o la explotación laboral de los inmigrantes europeos y asiáticos llegados a este continente en el siglo XIX, la mano de obra de sus admirados "emprendedores". No juzga nada de todo eso porque define implícitamente a los Estados Unidos como una entidad abstracta con un destino que no viene determinado por las acciones de los individuos que la integran, sino por una especie de espíritu infundido en todos ellos, víctimas y verdugos, que los exime de toda responsabilidad en sus actos. Sin embargo, cuando recorre en tren el "Viejo Continente", las acciones de aquellos que se oponían a las ideas que él defiende con vehemencia –por ejemplo, los antiguos gobernantes comunistas de la Europa del Este–, son analizadas hasta el milímetro, amplificadas con toda la retórica que le cabe en cada una de sus frases y puestas en el punto de mira de sus dardos narrativos, repitiendo lo que le conviene y callando lo que no corrobora sus argumentos.
Sobre lo segundo, que en el "Viejo Continente" aquellos que gobernaron con ideas opuestas a las de Portillo son responsables directos de los aspectos negativos del devenir de sus países, el ejemplo más flagrante se encuentra en el episodio titulado "De Transilvania al Mar Negro". Cuando el presentador inglés desciende del tren en la ciudad rumana de Sinaia lo primero que visita es el palacio de Pelisor, obra desmesurada de Carol I, un príncipe alemán del siglo XIX proclamado monarca en 1881 porque «los rumanos decidieron que querían un rey». El palacio fue construido en ese lugar «por la vista de las montañas», «para impresionar a sus iguales» y «para recibir a muchos invitados». El nuevo monarca, «el único en Europa que quiso aceptar el cargo», era «progresista y moderno» y «se comprometió a no salir de su país hasta que estuviesen acabadas las obras del tren». Portillo lo presenta todo como un cuento de hadas inmaculado. Lo que no dice, en el colmo del revisionismo histórico, es que su predecesor –Alexandru Ioan Cuza, fundador de la Rumanía moderna– fue depuesto de su cargo mediante un golpe de Estado militar. Tras la destitución de Cuza, el reino de Carol I se convirtió en un primitivo feudo medieval controlado por unas pocas familias terratenientes, cuyas políticas «progresistas y modernas» llevaron al país a dos revueltas campesinas en un margen de tan solo quince años. Tampoco parece importar en este caso si en Rumanía había pobreza –que la había, como ha sucedido siempre– ni si era necesario gastar esa fortuna en un capricho lujoso y ególatra en lugar de alimentar a su pueblo. Portillo no se plantea si es moralmente aceptable que un individuo dispusiera de ciento sesenta habitaciones para él solo, ni si es digno de elogio que todos los artilugios tecnológicos de los que el monarca se rodeó –en un síntoma, según el británico, de una admirable «modernidad»– se usaran únicamente para su comodidad y no para mejorar las condiciones de vida de sus súbditos. Todo esto no parece molestarle hasta que llega a Bucarest y se encuentra con otro palacio, el del Parlamento que Nicolae Ceausescu mandó construir en el centro de la capital rumana y que, ahora sí, representa «la arquitectura de la tiranía, una tiranía que arrasa con todo lo que encuentra en su camino», «obra de un megalómano que fue fusilado antes de finalizar la década de los ochenta». Portillo no puede reprimir la tópica opinión, en lo tocante al comunismo, de que «la mala gestión económica provocó una pobreza generalizada» en Rumanía, todo ello aderezado con imágenes de archivo en las que se muestra a ciudadanos rumanos haciendo cola y... llenando garrafas de agua en una fuente (?). El programa finaliza con una crítica a los edificios de pisos familiares construidos durante la época de Ceausescu, a los que califica de «brutales bloques como torres», y una arenga contra «las dos guerras mundiales y las depravaciones del nazismo, el fascismo y el comunismo», metiéndolo todo en el mismo saco para dejar al capitalismo fuera de toda sospecha.
La graciosa nariz de boxeador de Michael Portillo resulta atractiva en pantalla, así como los espléndidos paisajes que muestran sus documentales, pero su discurso es una versión renovada y neoliberal de la propaganda de Goebbels de hace ochenta años, hecha y dicha para anular la capacidad de discernimiento de las personas. Con sus guiones manipulados hasta lo retorcido pretende convencernos de que las clases dirigentes –«los mejores», esos elegidos por los dioses y la selección natural– deben gobernarnos e indicarnos, ¡oh, pueblo ignorante!, la diferencia entre el Bien y el Mal.
¿Alguien duda de que hay motivos suficientes para hacer otra Revolución?
Mayakovski
Forma parte de la ofensiva carrerista y suicida para intentar salvar el agonizante y podre sistema capitalista, utilizan en el mundo cualquier cosa para desprestigiar al Socialismo científico, el único sustituto y salvador del proletariado mundial. Este personaje es otro títere del sistema, huelen que de la noche a la mañana la clase obrera despertará de su empanada mental, y entonces será ello, tienen miedo,mucho miedo,y lo demustran de estas maneras, saben que el capitalismo crea sus propias crisis, pero esincapaz de salir de ellas, por eso utilizan al proletariado para solucionarlo con la explotación, pero que piensen que este es su sepulturero.
ResponderEliminarPues debe haber sufrido mucho su padre, tener un hijo con unas ideas tan contrarias a las suyas.
ResponderEliminarMichael Portillo, gracias por seguir los consejos de tu padre, seguro.
ResponderEliminarMichael Portillo hace grandes documentales de los ferrocarriles del mundo. ¡Enhorabuena a Michael Portillo por enseñarnos los ferrocarriles del mundo y sus países!. Gracias
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